La broma absurda
Capítulo 3 - Los ardores de Lurdita
Aquella mañana, después de
hacerle la puñeta a su madre llevándose su cabeza y dejándole la propia sobre
el mueble del dormitorio, Benigno decidió ir a darle la buena nueva a Lurdita,
su novia. No había más que verlo, ¡privado con su flamante adquisición!,
esquivando a todo dios por la Avenida Alcalá a la altura de Quintana. Ni bien
llegar al andén del Metro —odiaba la línea 5, siempre tan llena de gente y con
esos vagones tan demodé—, se subió al
primer convoy que llegó y, durante los siguientes veinticinco minutos hasta
bajarse en la Puerta de Toledo, intentó ignorar como pudo el traqueteo con
ritmo de camello y los “exóticos aromas del mundo”, como él les llamaba, que
inundaban el interior de aquel dinosaurio. El caso es que era tanta la
excitación que llevaba encima, que apenas si se percató de las miradas y las
burlas de un grupito de adolescentes que, así y todo, no largaron el móvil ni
por un segundo.
Sobre las doce menos cuarto y
después de que casi lo tuvieran que retener en la oficina del Metro a causa de
la queja de una mujer por sus empujones, llegó por fin al portal donde vivía
Lurdita. Tocó el timbre y, como si esta hubiese estado pegada al auricular, su
voz salió disparada por cada uno de los agujeritos del altavoz:
—Siiiiiiiiiiiiiiiii, quién
eeeeees —dijo, y Benigno se hizo a un lado como si esas tres palabras fueran
tres poyectiles a punto de taladrarle el tímpano.
—Soy yo, Benigno…, abre —dijo,
mientras se acariciaba el oído.
Ni siquiera esperó el ascensor.
Subió los cuatro pisos por la escalera y, después de acomodarse un mechón de
pelo color zanahoria —y es que Rogelia se había pasado con los tonos del tinte—
que se le caía una y otra vez sobre la frente, golpeó a llamador de la
puerta
Es literariamente imposible poner
en palabras la cara que puso Lurdita al ver a Benigno. ¿Susto?, ¿sorpresa?,
¿horror?..., no. Es absurdo, ni ella se lo pudo explicar. Solo decir que se
quedó muda unos instantes y luego, como si la hubiese poseído un demonio, lo
metió a Benigno dentro de la casa, empezó a gritar y a agitar los brazos como
una loca y se puso a darle besos, uno tras otro, en la boca, en las mejillas,
en la frente, otra vez en la boca, uno, dos, tres, todos seguidos, hasta que el
pobre tuvo que pedirle que por favor parara porque ya se estaba asfixiando.
En fin, a pesar de esa primera
impresión inefable, hay que decir que después Lurdita quedó enamorada como una
Julieta. Nadie sabe qué le pasó, pero el cambio de Benigno le despertó unos
ardores que no se los había arrancado ni el Príncipe Felipe —perdón, ¡el Rey
Felipe!— vestido de uniforme de gala en el desfile de la Fiesta Nacional. “A la porra”, dijo Lurdita, y tiró por
la borda esa idea de “hasta el altar ni
una mano encima”. Desde ese día, tarde sí y noche también, se las arregló
para verse con Benigno y pegarse el lote como fuera y donde fuera…, se
entiende. Y Benigno, encantado.
Cuándo había tenido él una loba como esa a su disposición.
El caso es que la fiesta no le
duró mucho. Un día, después de un revolcón en la cama de los padres de Lurdita
mientras estos estaban en la casa de una tía en Torremolinos, esta le dijo que
tenía que confesarle una cosa que venía sintiendo hacía unos meses. Beningo se
sobresaltó pero, igualmente, se dispuso a escucharla:
—Soy todo oídos, mi vida —le
dijo, y tembló.
—Vamos a ver…, no eres tú, soy
yo. O sí, eres tú, o tu… Ay, estoy hecha un lío.
—Yo más. No entendí nada.
—Empiezo de nuevo. No es por ti,
es una cosa mía. Pero tiene que ver contigo, con tu cambio, y es que… me
encanta el sexo que tenemos, pero…
—Peroooooo…
—¡Ya, ya sigo!, no me apures. Te
decía, que me encanta estar contigo, eso está claro, tu eres tan varonil y, a
la vez, tan femenino, que me produce un morbo que hasta ahora desconocía. Pero
el sexo no es todo, Benigno, echo de menos tu simpleza, tus tonterías.
—No te entiendo.
—Pídele de nuevo tu cabeza a tu
madre, por favor. Dile que estás arrepentido, venga, pídesela.
—¡Estás loca! ¿Pedirle mi cabeza
y que otra vez empiece a machacarme?
—Pero, ¿qué prefieres tú? Darle
por culo a tu madre o tenerme contenta a mí.
—Las dos cosas.
—Pues que sepas que por la
primero no llegas a lo segundo, así que elije, si no, elijo yo —amenazó
Lurdita, y se levantó de la cama como un cohete.
Ante la determinación de Lurdita,
Benigno se bajó del burro y le dijo que se lo pensaría.
Y se lo pensó, claro que se lo
pensó, pero no reculó. Tres días después, sentó a Lurdita y, con una
determinación nunca vista, le dijo que no había vuelta atrás por nada del
mundo, ya que no solo que su madre no quería ni oír hablar de devolverle la
cabeza —tan contenta que estaba ella ahora—, que ni él estaba dispuesto a
recuperarla, por el motivo que ya le había explicado:
—Es definitivo, Lurdita, lo
siento —le dijo.
De modo que a esta no le quedó
más que hacer de tripas corazón y tomar esa decisión de la que había hablado:
—Pues bien, Benigno, si ya has
elegido, ahora me toca a mí. Tú elegiste quedarte con Rogelia, con su cabeza,
quiero decir. Pues bien. Yo también.
—¡O sea que sigues conmigo! Mi
amor… sabía que…
—No, no, no te confundas. Yo
también elijo a Rogelia.
—¿Qué?
—Sí, y no hay vuelta atrás. Ya lo
he hablado con ella y me dijo que sí.
—Perdón…¿qué?
—Sí, es tanto lo que echo de
menos tu cabeza, que por ello he decidido hacerme lesbiana. Me he dado cuenta
de que estoy enamorada de Rogelia.
Fernando
Adrian Mitolo ©
Febrero
de 2015
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