La muela
Onirismo bucal II
Despertó veinte horas después, encerrado entre los bordes de un asimétrico reguero de color ámbar y los desechos digestos de la noche anterior. Sin tregua ni clemencia y antes de ponerse en pie, la irreflexión de su lengua saboreó la pastosidad de una boca amputada. Recorrió sus encías lánguidamente, experimentando la dureza de sus marfiles, uno a uno, alineados como soldados prestos a combatir.
Por un segundo consideró la remota posibilidad de que
aquella tumba cónica no existiera. Y siguió discurriendo aquel hemiciclo, hasta
que, de repente, un horroroso traspié lo devolvió de lleno a realidad, una
realidad mutilada. Quitó la lengua del agujero y sólo atinó a llevarse las
manos a su estómago, tal vez afectado por el hambre. Ya de pié y entre el
tiritar desentonado de sus rodillas, se observó en el espejo y empezó a
sonreír; pero, ¿a quién? Era una mueca abstrusa, sin dirección ni destino. Como
si de pronto el espejo se hubiese reduplicado y en su silueta le manifestara la
infinidad del vacío.
Y, entonces, sucedió bruscamente. Fue similar al dolor del
primer aguijonazo, pero mucho más intenso, fulminante y tan sólo precedido por
un murmullo en el interior de su cabeza. Sin apenas poder reaccionar, un
violento sacudón transportó a Faustino otra vez hasta el límite más recóndito
de su boca. La oscuridad lo volvió a atravesar como una daga, pero esta vez fue
de una negrura incalculable. Aterrorizados, los telones de sus ojos se
levantaron dejándole inerme frente aquella oquedad sin nombre. Desde el
rabillo, y con su alunarada mano izquierda intentando detener la velocidad de
su corazón, entrevió un sinnúmero de sombras que lo amenazaban desde los costados;
no llegó a distinguirlas con exactitud, pero pudo percibir su aliento, como
retazos de almas en pena en medio del Hades, pegadas a la futilidad de su
cuerpo y relamiéndole cada centímetro de piel. Aquel espacio era la Nada
absoluta y, a la vez, un Todo definitivo, categórico y aplastante, tan sólo
matizado por el relieve de sus encías. A tientas y aturdido por un estupor que
lo consumía, Faustino intentó capturar una palabra, una voz, un sonido que le
devolviera la ilusión de una humanidad que empezaba a dar por perdida. Pero el
lenguaje se resistía a acudir a la cita. Tras incontables esfuerzos y con las
cuerdas vocales a punto de estallar, todo él acabó convertido en un grito
estéril, quedo e inefable. Y así, mudo entre la orografía de sus propias
fauces, se dejó llevar por el indiscreto sentido de la visión, el más perverso,
el más cruel.
Guiado por un haz de luz que vio filtrarse a través de un
milimétrico punto en uno de los márgenes de la gruta, giró la cabeza hacia la
derecha y advirtió que una hilera de molares y colmillos como púas lo vigilaba
desde las colinas de aquel áspero terreno. Sin dudarlo, volteó el cuello lentamente
hacia el lado opuesto, convencido de que mientras sus ojos no se cruzaran con
ellos, no correría peligro. Su mano izquierda, que durante todo este tiempo no
se había separado del pecho, se movió como un autómata hacia uno de sus
antebrazos y empezó a acariciarlo intentando aliviar la gelidez del ambiente.
Al principio, la luctuosidad de la caverna lo encegueció y le hizo imaginar que
lo que no veía, no existía. Inmóvil, recorrió con sus ojos la negrura absoluta
de lo abominable, de derecha a izquierda, muy despacio, plantado en el centro
de aquella bóveda; y con extremada cautela, ahora arriba, luego abajo, pensó: “pero sólo veo sombras, las mismas de antes; si
no me detengo en ellas no me harán daño”. Pero de pronto, los contornos de
sus pupilas se acostumbraron a la penumbra y decidieron serle infiel. Enredaron
su lascivia en el anzuelo de aquella opacidad y Faustino, sin posibilidades de
reaccionar, vio cómo el horror del vacío se le aparecía con toda brutalidad.
Encima de su cabeza y a punto de aplastarlo con su sordidez, una abertura de
dimensiones inefables comenzó a descubrirle su perímetro a medida que la bruma
de aquella caverna se disipaba hacia los laterales. En cuestión de segundos, la
totalidad del abismo quedó reducido a la boca de ese cráter, una especie de
tumba que alojaba los restos de la muela arrancada. Pero el orificio no parecía
estar muerto; algo manaba de ahí dentro; exactamente desde un manojo de fibras
nerviosas y tejidos sanguinolentos que hundía sus raíces en las intimidades del
hueco y dejaba ver sus colgajos suspendidos como lianas.
Poco a poco pero a un
ritmo violento, el suelo comenzó a inundarse de un caldo viscoso que brotaba de
unas tuberosidades enquistadas en los extremos de aquellos. Faustino, al borde
del letargo, se llevó las dos manos a la nariz, procurando que el fuerte olor a
hierro no ahogara sus pulmones. Pero el hedor, más astuto que él, se infiltró
por sus poros, sorteó el espesor de sus membranas y acabó colonizando el
interior de su cuerpo. La asfixia empezó a debilitarlo y, tras encarnizados
esfuerzos, un alarido brotó desde el fondo de su garganta como el último de los
deseos que se concede a los condenados. ¡Basta!,
fue lo único que alcanzó a balbucear. Luego, la oscuridad absoluta cayó sobre
él y lo sepultó por completo. Mientras tanto, sobre la marca de su ausencia en
el azulejado blanquinegro del suelo, retumbaba el zumbido verdoso de las
moscas.
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