La broma absurda
Capítulo 4 - La nueva vida de Rogelia
¡Pero qué éxtasis, que gozo! —repetía Rogelia, ante cada visita que Lurdita le hacía a sus catacumbas—. Y es que si alguien le hubiese dicho que a poco de llegar a los sesenta por fin iba a entregarse al verdadero caramelo que tenía entre sus piernas y que, encima, la encargada de abrir el envoltorio y llevárselo a la boca sería nada menos que una treintañera y novia de su hijo, se hubiera caído muerta ahí mismo. Sin embargo eso ya se veía venir; en verdad, esas tretas no eran nuevas. Otra cosa es que Rogelia nunca lo haya querido reconocer, pero sí que había hecho sus pinitos lésbicos cuando tenía cuarenta y tantos con una panadera del barrio que la tenía loca, decía. De todas formas, aquello nunca llegó a prosperar, ya que ellas jamás pasaron de los besos y los toqueteos —ardientes, eso sí—, porque si algo hay que decir de Rogelia es que, mientras el difunto de su marido estuvo vivo, se comportó como una señora. Pero claro, liberadas ya las ataduras del matrimonio y crecidito ya su querido Benigno, la mujer se desmelenó. Lo que no sabía era en el menjurje psicológico en el que se iba a meter, y no solo ella, sino también Lurdita, con tanto alborozo y tanta algarabía de amazona recién estrenada.
El primer batacazo sucedió una tarde cuando, en medio de un
revolcón, Rogelia abandonó la faena y lanzó:
—Nena —porque le llamaba “Nena”—, ¡acabo de tener una
experiencia transpersonal!
Lurdita, a medias y con los pelos todos revueltos, se
incorporó:
—Ay sí, no me mires con esa cara de boba —dijo Rogelia
desde allí abajo, y siguió—, ¿cómo te lo podría explicar?, es como si de a
ratos no supiera quién goza aquí dentro —y se señaló las partes, gesto que, por
cierto, a Lurdita le pareció de lo más basto.
—Pero, ¿qué dice, Rogelia? ¡No me asuste! —y a esas alturas
ya la cara de Lurdita se había puesto como un papel—. Espere, deme agua, deme
agua, que a mí estas cosas raras… —pero como Rogelia ni se inmutó, ella misma estiró
el brazo hacia la mesita de noche y se la dispensó.
—Bueno, Nena, si lo sé no te digo nada; tampoco es para
tanto. Simplemente se me pasó por la cabeza y te lo dije. ¿Tanto lío?
—No, si a mí me gusta que me cuente todo; en eso Benigno
era más reservado. Usted no sabe lo que le tenía que rogar para que me contara
las cosas. Eso sí, cuando se destapaba y se ponía a hablar, ¡mi Dios!, decía
cada tontería… pero, ¿qué le voy a contar yo a usted?
De repente, mientras el cuerpo de Rogelia seguía restregándose
como una sirena en celo contra la piel de Lurdita, la cabeza de Benigno se giró
como si tuviera un resorte y miró a la pobre chica con unos ojos que casi la
incineran:
—¿Qué has dicho? ¿Qué quieres decir con eso? —le dijo, con
enfado, y esta vez sí que la voz era igual igual a la de Benigno.
—Estése quieta, Doña Rogelia, que ya me puse nerviosa —y,
suavemente, se quitó sus manos de encima—. Vamos a ver, no lo dije con mala
intención. Tú…, usted… ay, estoy hecha un lío. En fin, que usted sabe y tú sabes
lo que yo te quiero, Benigno, y lo mucho que me gustaban tus ocurrencias. Pero,
claro, ahora que usted…, perdona, Benigno, esto es para ella ahora; decía,
ahora que usted me lo hace notar, entonces esa frase, esa frase tan
estrafalaria…, ¡Rogelia, por favor, venga ya, ahora no me apetece! ¿Ve?, ya me
hizo perder lo que le quería decir.
—Lo de la frase estrafalaria, Nena —agregó la voz de
Benigno.
—Ah, sí, eso, que esa frase, ya me parecía a mí que no
tenía que ser suya.
—No te entiendo.
—¡Que eso lo dijo él…, bueno, tú, Benigno! —y señaló hacia
la cabeza que portaba Rogelia—. Ahora comprendo lo de la experiencia
transpersonal a la que usted se refería.
—No, si al final va a ser que eras más lista de lo que
parecías.
De repente, Lurdita se ahogó en un llanto desconsolado.
—¿Y ahora qué te pasa, Nenita? —y la mano de Rogelia le
acarició la mejilla, hasta ir bajando poco a poco hasta los pechos de Lurdita.
—¿Qué me va a pasar? Que tengo un berenjenal en la cabeza
peor que el que debe tener usted en la suya, que en realidad no es la suya.
Porque, vale, usted se pregunta que quién disfruta ahí dentro —y Lurdita no
señaló nada—, pero yo me pregunto, ¿y quién disfruta entonces realmente
conmigo, Doña Rogelia?, ¿su cuerpo o la cabeza de Benigno?
En ese momento, otra vez, Rogelia sintió como si la cabeza
que llevaba puesta fuera por un lado y su cuerpo por el otro:
—¡Soy el Minotauro! —espetó, de golpe.
—¿Qué dice? —preguntó Lurdita.
—¿Quién?
—Usted, eso que dijo, ¿el mino qué?
—Ay, no sé, Nena, nada, qué se yo, otro día te lo explico
—le dijo, evasiva, y con eso cortó la conversación.
Aquella semana, apenas se vieron las caras. Rogelia quería
encontrar una respuesta a lo que consideraba —erróneamente— una crisis de
identidad en toda regla y, para eso, necesitaba estar sola. De todas maneras,
no fue ella la que se llevó la peor parte; al fin y al cabo, su zozobra no
venía por el lado del “¿Quién soy?”; lo
suyo era más bien una pregunta sobre la voluptuosidad: “¿Quién goza aquí dentro?”, había dicho. Y, si vamos al caso,
habría que decir que ambos, porque tanto gozaba su cuerpo lesbiano como la
cabeza que tenía pegada encima de sus hombro. Por lo que, la autoestima de
Lurdita, se llevaba premios por todos los lados: cuerpo de suegra y cabeza de
novio, embelesados a más no poder con su inocencia lasciva.
Sin embargo, aquello no contentaba en absoluto a Lurdita,
que había quedado bastante trastornada, y aquella pregunta sobre quién era el
que realmente gozaba, le empezó a retornar con la fuerza de un boomerang. Un
día, hastiada ya de tanta desazón y después de darle vueltas al asunto, llamó a
Benigno:
—¿Nos podemos ver esta tarde? Es urgente —le dijo—.
Necesito hacerte una propuesta.
—Ok —respondió él, secamente, mientras le hacía señas a la
peluquera, una ecuatoriana que tenía unas manos que ni Moncho Moreno— para que
le bajara la temperatura del secador porque se estaba calcinando.
Sobre las tres de la tarde se encontraron en “El Molino”,
un tugurio de mala muerte en la calle Hermanos Noblejas.
—¿No podías haber elegido un lugar mejor? —le dijo ella,
algo molesta y puso cara de asco al ver el peinado que llevaba Benigno.
—Es que estaba por aquí cerca y, se te oía tan
desesperadita, que dije lo primero que se me ocurrió.
Lurdita hizo como si no le hubiera dicho nada y fue al
grano:
—Vamos a ver, Benigno, te lo voy a decir así, sin
anestesia: estoy completamente desquiciada. Si no encuentro una solución a todo
esto me voy a volver loca, si no es que ya lo estoy.
—Aha —asintió Benigno, algo displicente, aunque, por la
mueca, se notaba que quien llevaba la voz cantante en ese momento no era él si
no la cabeza de Rogelia— ¿Y?, ¿qué quieres que haga?
—Pues que la cosa con tu madre no funciona. Ella está
encantada, pero a mí no me acaba de convencer. No sé, la onda cunnilingus me da
bastante asquito, sobre todo cuando me toca rematar la faena a mí. Pensé que lo
iba a tolerar, pero lo único que hasta ahora me ha mantenido atada a ese
mamotreto de grasa es lo que tiene pegado arriba del cuello, no sé si me
explico.
—Perfectamente. ¿Y cuál es la propuesta?
—Volvamos, Benigno, por favor.
—¡Ah!, ¡yo encantado! —dijo Benigno, y otra vez se notaba
que aquella efusividad no había salido tanto de su cuerpo como de la cabeza de
Rogelia, que ya vislumbraba las festicholas que se podía llegar a dar en caso
de que la propuesta de Lurdita prosperara.
—No puedo estar sin tu cabeza, Benigno, es lo único que me
importa. Devuélvele este trasto a tu madre y recupera la tuya, venga —agregó
Lurdita, propinándole una colleja en la nuca.
—Pues como no se la quites a Rogelia...
—Es que ella no quiere ni oír hablar de eso, ya lo sabes.
—Entonces, ¿cuál es la solución?
—No sé, enfréntate de una vez a esa bruja, hazlo por mí.
—No, paso —dijo Benigno, y por dentro se retorcía, pensando
que no era más que un cobarde. Pero era más fuerte que él, y ni siquiera las
migrañas que le cayeron de regalo con la cabeza de Rogelia le daban la fuerza
suficiente para ponerle los puntos y recuperar lo que era suyo.
—¿Y si te te pongo una careta? —le soltó, de golpe,
Lurdita—. Hago una foto de tu cabeza, con la cara linda, eso sí, como esa que
te sacaste en Toledo, ¿sabes cuál te digo? Y luego la imprimimos en A3, a
tamaño natural, y la pastificamos. ¿Qué me dices? Algo es algo. Mientras tanto,
seguimos intentando que aquella te la devuelva.
—Efectivamente, estás como una cabra.
—¡Por qué! —gimoteó Lurdita.
—¡Porque de solo pensar que esta harpía que tengo embutida
aquí arriba va a estar disfrutando como una cerda meintras nosotros…, no, no,
me da grima. Ya me la imagino, escondida detrás de esa chapuza de plástico,
jadeando y gimiendo..., qué asco,
por Dios. No, Lurdita, lo lamento, pero no.
Y no hubo manera. Por más que Lurdita lloró y pataleó, se
le puso de rodillas y hasta fingió un ataque de epilepsia, Benigno no dio el
brazo a torcer. Probablemente, algo haya tenido que ver Rogelia en esa rígida
tesitura, porque claro, de hacerlo habría salido perdiendo. De modo que aquella
tarde, Lurdita se fue a su casa más trastornada de lo que había llegado, y Benigno,
encantado con su nuevo look, se fue a dar un paseo por la Puerta del Sol
presumiendo de aquellas extensiones de color burdeos.
continuará…
Fernando Adrian Mitolo ©
Marzo de 2015
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