La muela

Onirismo bucal 1


El desconcierto lo percibió a los tres días de la extracción. Faustino nunca había sido demasiado afecto a aquellas intervenciones y, de hecho, en esa ocasión, se había opuesto con  firmeza al carnicero impulso del Dr. Melinski. Sin embargo, no sirvió para nada. Su resistencia se topó de frente con la gelidez del dentista, quien, sin dudarlo y en un tono casi socarrón, le dijo: “No es nada, Faustino, tiene usted ahí una caries, nada más, ¡quitamos la pieza y usted deja de sufrir, hombre!”. Y ahí mismo, con una mueca de placer retorcido, improvisó el instrumental y lo inoculó prácticamente sin permiso a través de las fauces de Faustino. 
  Al salir de la sala, el olor de la asepsia se entremezcló con la fetidez de la inquina que le había producido aquella violación bucal. Se sintió roto, extirpado. Pero llegó a su casa y advirtió que aquella irritación daba paso a un extraño manto de tranquilidad. Se sobrepuso quitándole peso al asunto y pensando que, al menos, había desaparecido el dolor. 
Tres días después, mientras estaba terminando de afeitarse, sintió el taladrazo de un aguijón invisible en el pómulo derecho. Fue tan intenso que la encía le tembló y la sacudida hizo que se cortara la mejilla con la hoja de afeitar. En medio del inusitado percance, su boca escupió una catarata de insultos y blasfemias, por lo que, al dolor de aquella puntada, se le sumaba ahora el peso de la culpa por semejante rapto de violencia verbal. Abrió la boca, seguro de que la causa del aguijonazo provenía de allí, y pensó: “Algo ha salido mal, seguro que el Dr. Melinski me ha dejado algún resto de la muela ahí dentro”. Así que, arrastrado por una obsesiva curiosidad, torció la mandíbula levemente hacia la izquierda sin desenfocar los ojos de su propia imagen en el espejo, la acercó lentamente, y se dispuso a investigar qué acababa de suceder en la intimidad de aquella cueva. De pronto, vio que un finísimo hilo de color granate surcaba el esmalte de un premolar. Justo al lado, un negro y profundo precipicio, reavivaba la ausencia de la pieza perdida. Se asustó. “¿De donde sale esa sangre?”, le preguntó a su doble en voz alta, “¡si las muelas no sangran!”. Pero aquello, más que una simple pregunta, sembró el germen de una perplejidad sin retorno.

A partir de ese episodio, Faustino no pudo dejar de inspeccionar ni siquiera por un segundo la antesala de su garganta: un viaje en dirección obligada hacia la oscuridad, una travesía que acabaría mal. Lo hacía a todas horas, incluso por las noches, en las que se despertaba sobresaltado y, en medio del pavor que le producía la visión que estaba a punto de contemplar, caminaba como un sonámbulo con sus fauces abiertas al igual que sus ojos, abría la puerta del baño, encendía la luz y posaba su cara frente al espejo. Y ahí estaba, otra vez, el finísimo hilo de color granate que parecía labrar con el filo de un arado las aristas de aquel solitario premolar. La vigilancia podía durar horas, hasta que lo vencía el sueño y,  rendido, caía sobre el azulejado blanquinegro del suelo.

Pero una noche, en mitad de la onírica introspección, Faustino vio algo más: una especie de pedrusco, negro y muy pequeño, que obstaculizaba el cauce de aquel delgado riacho sanguinolento. Se arrimó al espejo hasta casi besarse y contempló que la mancha azabache estampada sobre la pared visible de su premolar se extendía hacia adentro, más precisamente hacia el centro del duro marfil, formando una hendidura en forma de cráter. Su cara estaba tan cerca de su propio reflejo que los ojos parecieron desviarse de sus trayectorias hasta dibujar en el aire un estrábico contorno. De pronto, como Alicia frente al territorio del cristal, Faustino se internó en un delirio visual plagado de imágenes monstruosas y, en cuestión de segundos,  todo se tiñó del color del miedo.

Se vio en el centro de una gran cueva, desnudo y bañado en sudor. Estaba de pie, sobre una superficie carnosa y saburral, intentando capturar el sentido de esa rara topografía. Haciendo caso a un impulso, giró lechuzamente su cabeza y sus ojos no alcanzaron a percibir la inmensidad de aquella bóveda palatina. Comenzó a caminar hacia adelante —o al menos eso pensaba—, aunque estaba claro que, fuera hacia donde fuera, allí dentro no existía ninguna referencia cardinal humanamente asimilable. Tomó esa orientación por el simple hecho de que el camino que tenía a sus espaldas continuaba hacia una pendiente en dirección a una fosa oscura. 
De repente, observó que por entre las entrañas de una de las paredes laterales brotaban unos promontorios del color del hueso. Estaban perfectamente alineados, uno al lado del otro y formando un extenso malecón a lo largo de la circunferencia de aquella catacumba. Casi de inmediato, un escozor recorrió su cuerpo provocando una desbandada de fluidos orgánicos que ensuciaron sus piernas. Sin posibilidad alguna de emitir un solo vocablo y a merced de una fuerza interior que lo acercaba hasta la base de ese collar perlado, Faustino contempló la monstruosidad de sus propias fauces. En medio de aquella uniformidad que lo encañonaba con sus púas, distinguió la negrura de un socavón. A su lado, la sombra de un premolar dejaba entrever una luctuosa trayectoria sanguinolenta.

Fue hasta allí y vio que unas enormes estalactitas y estalagmitas de marfil comenzaban a crecer descontroladas, algunas hacia arriba, otras hacia abajo, pero todas hacia su minúscula existencia, acompasadas por el estruendo que producían sus partos. Faustino no pudo más que acuclillarse y dejarse caer sobre uno de sus costados, con los ojos cerrados y ambas manos sellando las puertas de entrada por la que aquel aquelarre de sonidos intentaba colarse. Al rato todo cesó y la cueva se convirtió en un catatónico sepulcro, áfono y con un olor a muerte insoportable. Un hedor astuto y tenaz, que zigzagueando entre sillas y muebles desvencijados y restos de comida putrefacta, descubrió a Faustino tirado como una pieza de ajedrez sobre el suelo del baño, acompañado tan sólo por los acordes que ensayaba una hueste de moscas.



continuará…

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