Hay haraganes y haraganes
"Los portadores de la carga" - 1881 |
<<(…) Te escribo un poco al
azar lo que me viene a la pluma, me sentiría muy contento si de alguna manera
tú pudieras ver en mi algo más que un haragán. Un pájaro en la jaula, en la primavera, sabe muy bien que
tiene algo para lo cual serviría, y dice: “Los otros hacen sus nidos, tienen
hijos, y crían su nidada”. Luego se golpea el cráneo contra los barrotes de la
jaula, la jaula sigue allí y el pájaro vive loco de dolor. “Miren que haragán”,
dice un pájaro que pasa, “una especie de rentista”. Sin embargo el prisionero
vive y no muere, nada se muestra exteriormente de lo que ocurre interiormente,
pero viene la temporada de migración, acceso de melancolía. “Pero”, dicen los
niños que lo cuidan en su jaula, “tiene todo lo que le hace falta”. Pero él
mira el cielo henchido, cargado de tempestad y siente la rebelión contra la
fatalidad dentro de sí: “Estoy preso, estoy preso y no me falta nada…,
imbéciles. Tengo todo lo que me hace falta. ¡Ah la libertad!, ser un pájaro
como los otros pájaros” (…)>>
Wasnes
(Bélgica), Julio de 1880
Este extracto pertenece a una
carta enviada a Theo desde Bons, en las minas de Borinage (Bélgica), en julio
de 1880. Lo primero que llama la atención es que, casi a modo de justificación,
Vincent dice que lo que escribe lo ha escrito al azar. Efectivamente, casi al
azar, en la misma frase, un detalle da cuenta del lugar en el que ha ubicado a su
hermano. Un lugar en el que este puede juzgarlo y, como tal, puede ser amable o
realmente feroz. Y entre esa tensión buscará su equilibrio Van Gogh, intentando
obtener esa palabra de aprobación de parte del otro y que pareciera negada.
Avanzando en el texto, nos
topamos con un intenso sufrimiento emocional que, a pesar de ponerlo en boca de
un pájaro, tiene una profundidad que, aquí sí, echa por tierra cualquier intromisión
de la eventualidad: ese pájaro es él, y no otro.
Para esa época, Vincent había
llegado a Belgica tras una especie de auto-exilio de la casa paterna. La
relación con su padre, Dorus Van Gogh, a quien admiraba en su condición de
pastor protestante, se había puesto muy tensa hasta el punto de decir: “Soy poco más que un extraño para papá y
mamá, están hartos de mí… cuando estoy en casa me invade una sensación de
terrible soledad y vacio”. Al parecer, ninguno de sus dos progenitores
había sentido jamás amor por el otro. En este contexto, como hemos visto en “¿Final
o principio?”, Vincent vino a ocupar el lugar de su hermano primogénito muerto
un año antes. Y no solo eso, sino que cargaría con su mismo nombre, un nombre
que lo aplastará como una lápida por el resto de su vida.
Atrapado en un estado de crisis
religiosa —¿arrebato místico?— y aprovechando sus estudios de teología, unos estudios
que realizó con el mismo fanatismo con que emprendería luego todas sus batallas,
se entrega en cuerpo y alma a predicar la palabra de Dios —aquí puede verse su
intento de identificación a su padre. Enviado por el clero, emprende entonces una
especie de cruzada en solidaridad con los mineros. Los acompaña, baja con ellos
a las minas de carbón, les da sermones (extensísimos e incomprensibles para una
sociedad embrutecida). Llega, incluso, al punto de entregarles su ropa, su
alimento y hasta su cama, como una
forma de igualarse a ellos. Nuevamente,
otro juego imaginario en el que lo que intenta es “ser uno más”, “uno entre
otros”, y no “una excepción”. Pero no una “excepción” en tanto “único”, sino,
más bien, por su condición de “loco” y, por tanto, de sujeto fuera del lazo
social.
Pero este intento de hacer lazo, “un
como sí” precario y endeble, se mostrará insuficiente y, otra vez, será presa del
rechazo de la sociedad. Su comportamiento, no adecuado a juicio del clero, hará
que le suprimiman su sueldo y le prohiban seguir predicando. A modo de
respuesta, esta situación lo empujará a romper abruptamente toda relación con la
iglesia y, a partir de ese momento, se dirigirá a los clérigos al grito de: “¡Hipócritas!”.
Sin embargo, ante este nuevo
derrumbe, Vincent encuentra lo que, quizás, sea una posible forma de
elaboración para salir del “encierro emocional” en el que está sumido. El
efecto de esta solución recaerá directamente
en su arte: a partir de aquí, comienza a dibujar más asiduamente. Trabaja al
carboncillo y con plumas de caña fabricadas con sus propias manos. Sus primeros
intentos serán torpes, toscos. Pero, poco a poco, los resultados empiezan a
darle una gran satisfacción y, como ese pájaro liberado de su prisión, por fin encuentra
en el dibujo un sentido de empatía con la naturaleza. Comienza a internarse en los
campos, a caminar grandes extensiones de un pueblo al otro y a dibujar todo lo
que está a su alcance: nidos, pájaros, flores, hojas. Examina su entorno con un
gran poder de observación. Y todo ese material se lo enviará a Theo en carácter
de guía, solicitándole su parecer y fortaleciendo, de aquí en más, esa extrecha
relación que los unirá en la vida y en la pintura a lo largo de los próximos
años.
Ricardo N. Mitolo y Fernando A. Mitolo ©
Cita de: Vincent Van Gogh - "Cartas a Theo" (Barral Editores, Barcelona, 1971)
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