El rubito
Con este relato gané hace unos años el 2º Premio del Concurso: "¿Cómo lo continuarías?", organizado por la Biblioteca Municipal de Santa Cruz de Tenerife.
1
Incluso
en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo
todo bajo control. Sin embargo, no fue eso lo que pensó Vargas la noche
de la detención al verlo ahí, agazapado y hurgando detrás de los libros.
Y todo por los celos, por los malditos celos. Nadie se explica todavía
por qué se la tomó con aquel muchacho. Aunque sus compañeros de trabajo
reconocieron que, durante los últimos meses, el señor Zaisberger estaba
más huraño que de costumbre y, especialmente, con los adolescentes que
acudían por la tarde. Al ver su aspecto rancio y blanquecino, la gente
no podía más que sentir que ese hombre tenía algo aterrador. “¿Cómo puede alguien así estar al frente de una biblioteca?”,
era lo primero que se preguntaban al advertir su presencia. Sin
embargo, a pesar de ello, el señor Zaisberger cumplía con su trabajo
desde hacía más de veinte años, y nunca una queja, jamás una mala cara.
Pero desde que el rubito
—así lo llamaba—, empezó a asistir puntualmente todas las tardes, algo
cambió. El chico se sentaba siempre en el mismo sitio, al lado del
ventanal que daba al patio de luces, y ahí se quedaba, durante horas,
devorando palabras. Empezó a detestarlo sin mesura, a aborrecerlo con
una animosidad visceral que excedía sus capacidades de indulgencia. Cada
noche, una vez que la biblioteca cerraba las puertas, en lugar de
volver a su casa, Zaisberger se quedaba para revisar todos y cada uno de
los libros que el muchacho había tocado. Lo requisaba absolutamente
todo, examinaba página por página, palabra por palabra, de forma
minuciosa y buscando algún indicio que diera cuenta de lo que venía
intuyendo desde hacía varios días.
“Eliminaré una por una esas caricias prohibidas”, le dijo a sus Desdémonas y, enceguecido por los celos, quiso borrar frenéticamente las huellas digitales del rubito.
Se lo tomó como una cuestión personal que empezó a alimentar día tras
día con las migajas del odio y la venganza, hasta que tomó una
desafortunada decisión.
2
Después
de la denuncia, cuando Vargas se hizo cargo del caso, no pudo dejar de
leer y releer aquel pedazo de diario escrito por Zaisberger:
“Detesto
verlo. Cada tarde, con sus gafas de aumento, de punta en blanco la
ropa, su pelito rubio arreglado y babeándose encima de ellas. Y lo hace
delante de mí, las acaricia, las toca, incluso hay veces que las
articula en voz alta. Vaya uno a pensar lo que se le pasa por la cabeza
cuando las ensucia con sus dedos lascivos. Seguro que las desea, por eso
viene todas las tardes, ¿por qué iba a ser, si no? Me da asco que las
roce mientras se relame con la lengua sus impúdicos labios. Pero lo peor
no es eso, sino el instante preciso en que las profiere. Lo aborrezco,
¿quién le da derecho a ponerlas en su boca?, ¿quién? Las susurra sin
vergüenza, parece que les cuchichea, una y otra vez. Y me muero de celos
de sólo imaginar que todas y cada una de mis palabras duermen inocentes
en la humedad de su lengua. No le basta con halagarlas durante las
tardes. ¡No! Necesita más, quiere más, y por eso las engatusa y les
cuenta ficciones, para sacarlas de sus guaridas de papel y tapas duras y
acogerlas en su trampa, ese hueco de saliva, de lujuria. Ellas eran
mías y él me las robó. Y pagará por eso”.
El
inspector Vargas dobló el folio entre sus dedos, miró el porta retrato
con la foto de su hija que descansaba incómodo entre cigarros y papeles
sueltos y se estremeció.
3
Aquella
tarde, desde el momento en que el señor Zaisberger terminó de escribir
su diario, se refugió en su cama y, cebado por la pestilencia del odio,
sintió la necesidad de llorar. Noventa y nueve noches que mojó con sus
lágrimas. Noventa y nueve lunas, en las que se alimento de insomnio.
Pero la noche número cien el dolor terminó y empezó su último derrotero.
A
la mañana siguiente se levantó junto al sol y, en un arrebato de
energía exacerbada, entró al baño, se afeitó y se duchó. Luego se
engominó el cabello, se puso colonia, tomó rápidamente un café
recalentado y agarró su maletín para dirigirse a la biblioteca. Sobre
las cinco de la tarde, el rubito entró por la puerta y se
acercó al mostrador. Como siempre, sus gafas de aumento, de punta en
blanco la ropa y su pelito arreglado. Zaisberger lo observó esquivo y,
con aire irresoluto, le entregó el libro de poesías de Benedetti que
acababa de pedir.
El
muchacho le agradeció con cortesía, se dirigió a su rincón habitual y,
con una serenidad poco usual para su edad, se dispuso a leer. Le
quedaban tan sólo tres horas para aprenderse de memoria las palabras que
conmoverían a su amada Ivonne. Pero aquella noche, el rubito
nunca llegó a su cita. Y vinieron las preguntas, que se convirtieron en
desesperación, en esperanza de encontrarlo, hasta que, finalmente, llegó
el dolor: el día de la detención del señor Zaisberger en la biblioteca,
después de un mes de búsqueda, el inspector Vargas se quedó atónito
cuando, en una caja de zapatos, escondida detrás de los libros del
primer anaquel, yacían la lengua y los diez dedos del rubito, envueltos en un trozo de papel, engalanado por las palabras de Benedetti.
Fernando Adrian Mitolo ©
Madre mía, vaya final... Totalmente inesperado, anda con el viejo bibliotecario que era macabro. Muy bueno Fernando, me ha gustado muchísimo
ResponderEliminarMuchas gracias, Gloria, me alegro que te haya gustado, para mí es un honor. Un saludo.
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