La broma absurda
Capítulo 8 - Vodkas y bigotes
—¡Ay Gelita! ¡Cómo que el ruso del Bingo se le apareció en
su casa? ¿Usted no estará divagando? Dios mío, ya una no puede estar segura ni
en su propia casa.
—Por favor, Erlita, no sea aguafiestas. ¿Pero de qué
seguridad me habla?, si yo estoy encantada. Además, ¡más segura que con él que
es segurita! Tiene pistola y todo, eh. Aparte, ¿usted lo vió? Porque yo creo
que si lo ve se le van a ir todos esos recatos y remilgos ya sabe dónde. Qué
cuerpo, qué boca… Ay, ¿usted lo ve?, ya me dieron los ardores de nuevo, mire,
¡de solo nombrarlo!
—No sé, no sé…, a mí esto del ruso me da mala espina. ¿Cómo
dijo que se llama?
—Yerober.
—¿Qué? ¿Pero ese nombre es ruso? ¿De qué parte?
—No, es canario.
—Ay, Gelita, yo ya no entiendo nada. ¿No era ruso el
hombre?
—Sí, él sí, pero el nombre no. Vamos a ver…, el padre se
fue de Rusia a principios de los ´40, escapando de la mafia moscovita en un
barco petrolero, de polizón. Yo no quise ni preguntar qué hizo, por las dudas. No
vaya a ser que acabo metida en un lío. El caso es que no se fue solo, se llevó
al hijo, que viene a ser el Yerober, el ruso del Bingo. No me pregunte por qué,
pero creo que la madre, una rumana como esas que hay en el Metro, las que van a
todos lados con los bebés a cuestas, ¿sabe las que le digo?..., pues eso, que no
estaba muy bien de la cabeza. Al parecer, el hombre, que era un padrazo, en vez
de dejarlo en manos de la rumana, prefirió irse con él. Y bueno, como quiere la
cosa acabó en las Islas Canarias.
—¡Ah!, ¿en cuál? ¿En Ibiza? Yo ahí estuve.
—No, esas son las Baleares, Erlita. Las Canarias son las
que están pa´llá bajo, al ladito del África. Es más, dicen que ni hablan como
en España. Pero bueno, en el mapa aparecen y en el telediario dan el tiempo,
así que nuestras serán. En fin, para hacérsela corta: a lo poco de llegar, el
ruso se olvidó de la rumana y se juntó con una isleña, creo que de La Gomera.
Igual no me haga caso, porque con las mismas la mujer es de otra isla. El tema
es que parece que ahí son muy de la cosa autóctona, ¿sabe? Respetan mucho las
tradiciones, les gusta mucho el folclore; ¡incluso, a algunos niños les ponen
nombres guanches, mire lo que será!
—¡Dios me libre! ¿Y esos qué son?
—Pero qué burra es, doña Erlita.
—¡Y yo qué sé!
—¿Es que para qué están los libros? A ver, los guanches
eran los aborígenes que había ahí antes de la conquista de los españoles. ¡Los
diezmaron a todos!
—Oh, como siempre. Qué triste nuestra historia, ¿verdad,
Gelita?
—¿Triste? Triste la de ellos, querrá decir, porque los de
Castilla se hicieron con todo. ¡No le digo que no dejaron títere con cabeza!
—Sí, tiene razón. Pero… siga contando lo del nombre.
—Ah, sí. Pues eso, que al parecer, la canaria se
encaprichó. No se sabe qué le dio, pero le dijo al ruso que si quería quedarse
ahí se podía quedar, él y el nene, pero que le tenían que poner Yerober, y ahí
se plantó. Así que el cosaco, pensando que no se podía hacer mucho el gallito
porque si no vaya uno a saber dónde podía acabar, no tuvo más remedio que dar
el brazo a torcer y a mi rusito acabaron bautizándolo así: Yerober Nobikov. ¿No
es mono?
—Pues, qué quiere que le diga, Gelita, yo soy más de Juanes
y Franciscos, los de toda la vida. A mí no me vengan con esos nombres modernos que
no me hacen ninguna gracia. Al final, si seguimos así, estos extranjeros van a
acabar con nuestras tradiciones. ¡Qué desgracia! ¡España era la de antes! Pero
si no hace falta más que ir por el centro, con todos esos africanos corriendo
de acá para allá, las rumanas esas que dice usted, por no hablar de los…
—¡Ay, Erlita!, ¡qué tarde se me hizo! Me voy, me voy, que en veinte minutos
me pasa a buscar Yerober. Me dijo que hoy me va a llevar a comer langosta, ¡con
lo que a mí me gusta el marisco! Así que, hala, a estar bien. Por cierto, ese
ruedo le está quedando para el culo, está todo torcido.
Y Rogelia no había acabado de decir la última palabra que
ya tenía la mano apoyada en el picaporte, de afuera, claro está, hartita como
estaba de las sandeces de la costurera.
En fin, el caso es que con tanto batiburrillo de nombres y
nacionalidades, nos distrajimos de lo que es el meollo de esta historia. Y es
que, a los tres días de aquella fatídica noche, la del Bingo para ser más exactos,
el seguritas del local —el ruso—, se presentó de punta en blanco, con una
botella de Smirnoff en una mano y una caja de pastelitos de gofio en la otra, en la mismísima casa de
Rogelia. No vamos a detenernos en los intríngulis de lo que fue aquel
encuentro, por lo que se sabe, extremadamente meloso, y no por parte de Rogelia
sino del ruso, que a pesar de llevar en las venas unas cuantas gotas de sangre
siberiana, hacía buen honor a su educación canaria. Solo diremos que Gelita, a la que el ruso sorprendió con un
trapo embebido en vinagre atado en la cabeza —que, no olvidemos, era la de su
hijo Benigno y no la de ella—, se olvidó de la jaqueca y, en cuanto el muchacho
traspasó la puerta, se le abalanzó sobre el cuello y le comió la boca sin
perder tiempo.
En determinado momento, el ruso le tuvo que pedir que
parara. Y no porque no le gustara el besuqueo, que sí, sino porque los bigotes
a medio crecer de la cara de Rogelia —¿o deberíamos decir de la de Benigno?— le
estaban pinchando tanto que le empezaron a escocer los labios. De pronto, Rogelia,
empezó restregarse con fruición el ojo derecho. El ruso, pensando que le había
afectado el rapapolvo sobre los bigotes, intentó consolarla con un achuchón que
destilaba miel barata por sus cuatro costados. Rogelia, no muy afecta a esas
sensiblerías pero, sobre todo, completamente molesta con ese ojo que no paraba
de picarle, lo apartó de un manotazo y le dijo que lo que la estaba haciendo
lloriquear era una gota de vinagre que se le había metido en la conjuntiva.
Total, que ya puesta, Rogelia se dio la media vuelta y enfiló
para el baño, para ver si con un par de remojones con agua fría el ojo le daba
un respiro. El ruso intentó seguirla, pero se ve que su ángel de la guarda le dijo
que mejor no, y ahí se quedó, sentadito en el salón, esperando a ver si la
tormenta pasaba. Al cabo de unos minutos, Gelita apareció como nueva. Y es que,
entre mojadura y mojadura, conforme el efecto del vinagre iba desapareciendo, por
su mente comenzaron a pasar una a una todas las escenas de la última película
porno que se había bajado de internet. De modo que, avizorando el revolcón
nocturno que se iba a dar con el ruso, abrió el armarito de pino, agarró la
brocha y la espuma de afeitar y, más entusiasmada que niña con muñeca nueva, se
rasuró los cuatro o cinco pelos del bigote, no fuera a ser que acabara
paspándolo todo al pobre Yerober. Cuando acabó, se empapó bien la cara con
after shave Old Spice —el mismo que usaba su finado marido— y, con la piel más
suavecita que la de un bebé de pecho, regresó al salón.
Y ahí estaba el ruso, quietecito en el tresillo,
tamborileando el suelo con el pie izquierdo y balbuciando quien sabe qué cosa,
mientras miraba el techo y gesticulaba como si estuviera hablando con alguien.
—¿Qué me dices?, a que así está mejor —le dijo Rogelia, y, acercándose
y tomándole una mano, se acarició con ella la cara.
—Pues sí, mucho…, mucho mejor —dijo él, un tanto
desencajado después de habérsele interrumpido el monólogo.
En fin, charla va charla viene, carantoña de aquí carantoña
de allá, besito de un lado toqueteo del otro, cuando el ruso iba por el séptimo
chupito de vodka, le lanzó la bomba:
—Preciosa, vente conmigo a Cuba. Te ofrezco quince días de
frenesí que no vas a olvidar en tu vida. A la mierda el Bingo, a la mierda
todo. ¿Qué te parece? ¿Te animas? ¡Qué tiemble Fidel!—y como para que la otra
no se quedara con la duda, rebuscó en el bolsillo de la chaqueta, sacó los dos
billetes de avión y la reserva del hotel y los estampó contra la mesa ratona.
Rogelia, que si quedó pasmada es poco decir, se puso a gesticular
y mover el cuello de un lado al otro. El ruso, asustado, pensó que se le había
ido el Smirnoff a la cabeza y que le estaba dando algo:
—Muñeca, ¿estás bien? ¿qué te pasa? —le dijo él.
Pero Rogelia, que tenía un hígado a prueba de vodkas o de
cualquier otra bebida espirituosa que pasara por su boca, se recompuso al
instante, se fue acercando sigilosamente al ruso y, en cuanto este se quiso dar
cuenta, la tenía sentada encima, gritando como una loca y cabalgando sobre su
pelvis como si fuera el mismísimo Cayetano Martínez de Irujo en los Juegos de
Barcelona.
En fin, dejo a vuestra imaginación el trabajo de saber cómo
acabó ese revolcón. Lo que aquí nos interesa no es eso, sino que Rogelia y el
ruso, finalmente, se fueron a Cuba. ¿Qué pasó allí? Pues, ya eso es tema de
otra entrega…
Continuará
Fernando Adrian Mitolo ©
Julio de 2105
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