El viaje interior
Él me advirtió que sería un camino duro, un descenso a los infiernos,
y debo decir que no me engañó. Al principio dudé, pero luego acepté el
reto y decidí comenzar el viaje. Recuerdo que por cada escalon que bajaba, yo lucía
un ropaje diferente. Todos llevaban grabadas dos palabras: “Yo soy”, y
como si aquello no bastase para que se él hiciera una idea de mí,
estaban adornados con toda clase de oropeles:
—Son tus identificaciones —me dijo un día—, y son las que te hacen sufrir. Si quieres avanzar, deberás abandonarlas.
—¿Abandonarlas?
¡Si son las que me definen! —le respondí, sorprendido ante aquella
propuesta que se me antojaba completamente absurda.
Finalmente, comprendería que él no estaba errado y que aquel era el camino.
Continué
bajando los peldaños de aquella escalera mental, internándome en esa
espiral que él llamaba “mi inconsciente”. Al principio fue fácil,
incluso reconfortante. Pero luego, la angustia ante lo ominoso de mis
deseos y el descubrirme responsable en vez de víctima, comenzó a
hacérseme insoportable. Hubo tramos en los que retrocedí, so pena de
abandonar la partida. Pero, al final, logré llegar.
Ese día, eché
la vista atrás y vi que, a lo largo de la escalera, había innumerables
trozos de mí mismo: eran los ropajes con los que había llegado a la
terapia.
—Te he acompañado hasta aquí —me dijo él—, pero ahora
debo dejarte solo. Si quieres saber la verdad última, “tu” verdad,
tendrás que descorrer esa cortina. Es tu decisión.
Sólo me faltaba
un paso para saber, por fin, la causa de mis tormentos y mis traumas,
esos que me habían llevado hasta allí. Pero tenía que atravesar el
telón.
Después de vacilar durante largas noches de insomnio, lo hice. Y
lo que vi fue que ahí detrás no había absolutamente nada y que, en
definitiva, todo se reducía a eso, a una nada, un vacío. Y ahí estaba
yo, solo y completamente desnudo.
Fernando Adrian Mitolo ©
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