Maribel y el mar


Sucedió en una minúscula partícula de tiempo, en un pedazo de intervalo aparentemente inexistente pero tan real y violento como aquellos ojos enfermos. Fue un golpe, un sacudón, y a partir de aquel momento, la vida de Maribel ya no fue la misma.

La niña había nacido con una extraña malformación en la retina que la mantenía confinada en la vaguedad más absoluta. Sus ojos sólo podían entrever sombras y siluetas en blanco y negro. Sin embargo, para beneficiarse de semejante privilegio, necesitaba valerse de unas lentes especiales que ya formaban parte de su propia intimidad. 

Una mañana, tras el despertar, y atosigada por la caliente tozudez del mercurio, Maribel aprovechó el pesado sueño de su padre para bajar a la playa de la ensenada y refrescarse. Abrió la puerta de su habitación en cámara lenta, bajó las escaleras como si fuera una bailarina y, antes de salir, cogió las gafas. Ni bien llegar se acercó a la orilla, tocó el agua con la punta de sus pies y, como todos los días, divisó el aburrido blanquinegro del paisaje:
—Al menos me quedan tus caricias —le dijo al mar, mientras hundía sus tobillos en aquella masa acuosa.
Pero algo le había pasado al mar esa mañana que estaba raro, inquieto.
—¿Qué tienes hoy, que pareces turbado? —le preguntó, a la vez que se adentraba más y más entre sus brazos de sal.
Pero él miró para otro lado y no le respondió; y, sin dudarlo siquiera un segundo, apenas sentir sobre su manto azul la delicada piel de Maribel, le propinó un zarpazo en la cara que le arrancó las gafas de cuajo:
—¡Oh no!, ¡qué has hecho!, ¡no veo nada… no veo nada!, ¡estoy ciega! —se lamentó Maribel.
Pero el mar ni se inmutó, y se retiró a su guarida de arena y sal con el objeto de su rapiña.

Desde entonces, Maribel comenzó a sumergirse cada vez más en la tristeza de la oscuridad. Y así pasó todo el verano, y el otoño, y el invierno; hasta que una mañana de primavera, apenas despertar, comprobó con asombro que, tras el velo de sus ojos, surgía un tímido y brillante resplandor con olor a sal. Incrédula ante la evidencia, se los restregó una y otra vez. Y de pronto, allí , ante sus ojos, la inmensidad del mar: un azul marino repleto de corales, peces y sirenas que, desde aquella mañana de primavera, jamás dejó de ver.

Fernando Adrian Mitolo ©

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