La otra historia de David y Goliat (Segunda parte - Desenlace)
Reyes de humo
Fue en una segunda excavación realizada a las pocas semanas
después de la primera, cuando los arqueólogos canarios desenterraron los
objetos que le darían un nuevo giro a la curiosa historia de David y Goliat
acaecida en la isla seis siglos atrás. Un vuelco poco romántico, y que
revelaría la verdadera cara de aquel supuesto “caballeroso rey castellano”.
Los restos del cofre estaban enterrados a pocos metros bajo
tierra, justo a la altura de lo que habría sido la alcoba de aquel ermitaño
llamado Goliat. Desparramados en torno a los trozos de madera roída, yacían dos
vasos de cerámica cocida y una nueva tabla de piedra, mucho más grande que la
encontrada en la primera excavación, y que, en esta ocasión, correrían el velo
de la mentira y descubrirían el desenlace de aquella desventura amorosa.
Según lo descifrado en los grafismos y dibujos pintados en
los vasos, Goliat no habría sucumbido tan inocentemente a los encantos de aquel
infame enamorado. Una de las tres secuencias de símbolos lo mostraba
claramente: Goliat lo intuyó desde el principio, pero aún así, no lo quiso
reconocer. Quizás lo hiciera por su soledad, o tal vez por un terror más íntimo
y furtivo, el de la muerte, o de esos otros que acechan las entrañas y que
difícilmente ceden ante las angustias que ellos mismos generan. El caso es que
el isleño decidió echar las redes de su amor insatisfecho, aún a sabiendas de
que las consecuencias por semejante arrebato podían costarle demasiado caras. Y,
en efecto, la realidad no tardó mucho en saldar esas cuentas.
Después de aquella mañana fría y ventosa, esa en la que,
sentado frente al mar revuelto, Goliat tuvo conciencia de que había perdido la
cabeza por su amado monarca,
comenzó a sentir una extraña sensación de amargura que no lograba explicarse.
No era la distancia que lo separaba de su rey: era algo más profundo, más
esencial. Y lo percibió a partir de las señales de humo que este le enviaba
desde su lejano castillo. Al principio, aquel gaseoso lenguaje formaba
estrafalarias nubes de color plomizo, denso y cargado de amor y sutiles promesas,
cuyas siluetas dibujadas en el cielo y duplicadas como gemelos sobre la
superficie del mar, enardecían cada vez más la pasión de Goliat. Entonces, él
redoblaba la apuesta y respondía con sus propias misivas a través del aire,
cada vez más cargadas de emoción, cada vez más recónditas. Pero, con el correr
de los días, aquel juego de cenizas y sombras por parte del castellano se fue
apagando y fue convirtiéndose en un remedo de tímidas volutas de vapor transparente,
vacuas como el mismísimo aire que las transportaba, que incluso ya ni sombra ni
figuras dibujaban, hasta que, finalmente, se evaporaron.
Sin embargo,
pocos días antes de aquel anunciado final, Goliat pudo ver ante sus ojos la
auténtica realidad de su idealizado rey. La mañana de un domingo, una gran nube
apareció sobre el extremo noreste del horizonte, a unos quinientos metros de
altura. Goliat se sentó, inquieto, a esperar que se acercara. Una parte de sí
quería creer que aquella silueta tiznada le mostraría el amor florecido de su
rey. Sin embargo, aún a su pesar, no podía negar el deseo de que aquello se
muriese de una vez, para dejar de sufrir su inconsistencia y sentirse, por fin,
nuevamente libre.
Con el correr de las horas, la nube se plantó a pocos metros
frente a él, rozando sus grises tentáculos de humo con la superficie del mar.
De pronto, la fuerza del alisio comenzó a dibujar un curioso juego de sombras. Los
vapores se arremolinaron de manera caprichosa entremezclándose entre sí y, entonces,
Goliat lo vio claro: su amado y “caballeroso rey castellano”, antaño cubierto
de galas y oropeles, aparecía ante sus ojos convertido en un andrajoso
pordiosero, mendigando la compasión y el perdón de una multitud que se
arremolinaba a su alrededor, pero ajena a sus plegarias. Goliat se estremeció.
Poco más tarde, otra ráfaga de viento disolvió los restos de aquel
humo, para inmediatamente comenzar a dar forma a una mole negra que crecía a
pasos agigantados hacia el cielo: era la figura del imaginado castillo de su
falso David. Desde lo alto de sus almenas, empezaron a derrumbarse cúmulos de
humo con la forma de enormes bloques de piedra sobre la superficie del mar. Tan
grandes eran que, al caer, levantaron olas que golpearon contra la superficie
del muelle para volver, una y otra vez, a sucumbir entre las aguas. Aquello
duró aproximadamente doce horas. Hasta que de repente todo acabó, el humo
comenzó a evaporarse, el viento cesó y la superficie del mar volvió a estar en
calma. Goliat observó las ruinas de aquella fortaleza hecha de humo, se recostó
sobre la roca y comenzó a llorar desconsoladamente. Y allí se quedó, cubierto
con sus lágrimas, durante siete días y siete noches. El octavo día, dejó de
llorar. Y solo entonces, Goliat, volvió a sentirse libre.
Fernando
Mitolo ©
Febrero
de 2016
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