La broma absurda
Capítulo XI - Los astros en contra
continuará...
Cómo se iba a imaginar Rogelia al salir de España, que
aquella aventura habanera terminaría como terminó: con el ruso ingresado a la
fuerza en un centro sanitario, y con ella y la “bomba de azuquita” en un
calabozo por desacato a la autoridad. Del eslavo no hay mucho que contar, solo
que hicieron falta tres mamotretos como él para contener el frenesí maníaco con
el que llegó a Urgencias la noche que detuvieron a Rogelia. Según los que lo
vieron, aquello era de no creer. Se ve que en Cuba, ese tipo de desenfrenos
mentales deben estar prohibidos. Pero claro, como este era extranjero y encima
ignorante —de hecho, cuando una empleada de una agencia de viajes le habló de
Cuba, este le dijo: “Pero linda, para
frío me vuelvo a Rusia”, pensado que la isla caribeña quedaba cerca de
Alaska—, arrebatado como estaba esa noche, dio rienda suelta a lo primero que
se le pasó por la cabeza y ni siquiera midió las posibles consecuencias de
semejante desatino.
El caso es que Yerober, en medio de un arrebato al modo de
Rogelia pero sin el candor y el glamour de los de ella, se puso a gritar como
un marrano en medio del office de enfermería del centro sanitario, que, por cierto,
era una salita de cuatro por cuatro atiborrada de niños, algún que otro perro
muerto de hambre y el infaltable borracho de turno que no paraba de hacer gala
de los vasos de ron que llevaba encima, como si aquello hiciera falta
aclararlo:
—¡Que suelten a la Rogelia!, ¡manga de dictadores!
—vociferaba el ruso, y no tenía ni idea del lío en el que se estaba metiendo.
Lo aguantaron poco más de diez minutos, hasta que aquello
no dio más de sí y el responsable de la salita, un médico cienfueguero más negro
que el latón, pequeñito como una hormiga pero con una mala leche que no le
cabía en el cuerpo, llamó a tres energúmenos que tenía de reserva para estos
casos: tres hermanos, vecinos del barrio, vagos como el padre pero con un afán
de protagonismo sin parangón y que, a falta de cerebro, gozaban de una osamenta
digna de echar para atrás hasta al loco más avezado. Al de bata blanca no le
hizo falta más que salir a la puerta y chistar para que aquellos tres se
personaran como soldados y, a cambio de un par de monedas para ahogar sus
pequeños vicios, arreglaran el balurdo que el ruso le había montado en aquel
tinglado con aires sanitarios.
—¿Qué te pasa broder? ¿Que tú estás diciendo? —le lanzó el
más pequeño de los tres, mientras con una mano lo cogía de un brazo, y con la
otra le acariciaba la cabeza con ánimo de que aquello se convirtiera
rápidamente en un coscorrón.
Pero claro, siempre se ha dicho: la ignorancia es la madre
de muchas desgracias. Y, en este caso, el ruso hizo gala de la suya. No solo no
se cortó, sino que embanderó su defensa retrucando la apuesta de que en ese
país eran todos unos dictadores. Y no solo eso, sino que se atrevió a decir que
quería hablar con el presidente:
—¡Quítenme las manos de encima, abusadores! ¡Y llevenme ya
mismo a la embajada! ¡Ya pediré yo hablar con el cabecilla de este país
bananero, que menudo dictador será ese también, para tener a esta prole de
represores a cargo!
Los cubanos que había en la sala no daban crédito a
semejante desparpajo; incluso los perros lo miraban embobados. Hasta que a
aquellos tres armatostes con alma de segurita se les acabó la paciencia, le
pegaron un par de cachetazos bien puestos, y Yerober cerró el pico y se puso a
llorar a moco tendido llamando a Rogelia.
En síntesis, que una vez acabado el espectáculo, acabó
sentado en el suelo con una veintena de ojos encima y abrazado a uno de sus
“abusadores” —el mayor de los tres, un verdadero mamut pero sensiblón como una
María Magdalena—, mientras sus dos hermanos se descojonaban de risa viendo cómo
el médico le daba golpecitos con dos dedos en la vena para hincarle un
tranquilizante.
Para sintetizar: finalmente, Yerober se pasó dos días
embobado y babeando en un cuartucho de pladur que el cienfueguero se había
montado detrás del despacho y que no siempre —hay que reconocer que las menos
de las veces— usaba con fines “terapéuticos”. Eso sí, cuando se le fue el efecto de los sedantes, le quedó
tal resaca emocional que aquello le sacaba una lágrima hasta al malo de
Terminator. Así y todo, al cubano no le tembló el pulso para fletarlo como si
de mercancía de descarte se tratase:
—Oye, chico…, , levanta el culo y esfúmate, que la estadía
se acabó y esto no es un hotel. Va, va, levanta, levanta…
Aturdido, el ruso se vistió, juntó sus cosas —días más
tarde, una vez en España, se daría cuenta de que le habían robado el reloj— y,
mientras se ataba los cordones de los zapatos, intentaba hacer de tripas
corazón para poder digerir la ruptura sentimental con Rogelia, el diagnóstico
de “Manía persecutoria” que le acababa de enchufar el galeno y, como si esto
fuera poco, el haberse quedado con apenas noventa euros —porque hay que decir
que el cienfueguero le cobró el arrebato bajo amenaza de denunciarlo a las
fuerzas policiales.
A todo esto,
Rogelia seguía en el calabozo, lloriqueando a más no poder porque la habían
separado de la cubana por culpa de sus actitudes impúdicas —y es que ni ahí
dentro se podía controlar—, y
restregándose los bigotes y la barba que, de tan largos que tenía los pelos,
parecía un hipster.
—¡Tráiganme a mi azuquita, por favor, que no puedo más con
esta angustia uterina! —gritaba desde la celda, y a punto estaba de darle uno
de sus arrebatos con la cabeza—. Sea humano, Oficial, ¿o es que acaso usted no
tiene madre?
No sabemos si el oficial tenía o no madre; lo que sí se
sabe es que, mientras la pobre Rogelia se desgañitaba la garganta aullando por
la cubana, esta se pasó toda la noche gozando como una perra en celo abotonada
con el susodicho agente del orden. Y claro, dicen que dos tetas tiran más que
dos carretas, y nunca mejor dicho: apenas despuntó el sol, mientras Rogelia no
dejaba de mirar con sus ojos insomnes hacia la celda en la que debería estar la
cubana, esta se le apareció como un fantasma por el pasillo, toda acurrucada al
cuerpazo del policía y con una cara de trasnochada al mejor estilo Courtney
Love.
En cuanto la vio, Rogelia se levantó del catre como si
tuviera un resorte, se alisó los rulos, se toqueteó un poco la barba y los
bigotes de forma mecánica y se echó contra las rejas:
—¡Azuquita mía, “mi amol”! ¡No me digas que nos vamos! —dijo Rogelia, ilusa ante la
evidencia.
Pero la cubana ni siquiera la miró, embelesada como estaba
aferrándose fuerte al brazo de piedra del policía.
—¡Azuquita, azuquita mía! ¡No te vayas sin mí! —insistió
Rogelia, a pesar de la indiferencia de aquella traidora sentimental.
Y entonces sí, cuando la cubana desapareció de su campo de
visión, como si una bomba de hielo acabara de caérsele encima, Rogelia
endureció la cara, torció la boca, pegó un alarido que hasta los mismísimos
muertos se habrán revuelto en sus tumbas, y empezó a revolear la cabeza para un
lado y para el otro, para arriba, para abajo, mientras convulsionaba como un
perro rabioso y gritaba, en medio del calabozo:
—¡Soy puta! ¡Soy puta!
Y a todo esto, en España, Benigno reía a pata suelta en
medio de su salón, cubierto de volutas de humo con olor a sándalo, mientras no
paraba de frotar sus piedras de cuarzo visualizando a la pobre Rogelia.
continuará...
Fernando Adrian Mitolo ©
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