El diario de Malena


La conocí por casualidad, hace ya de esto unos meses, al revolver sin tino unas cajas de cartón que había arrumbadas encima del aparador de pino del trastero, en medio de una lucha cuerpo a cuerpo entre el insomnio y mi eterna manía por ordenar lo ordenado.

Al parecer, se hacía llamar Malena, como la del tango; pero solo por algunos pocos a los que, después de un largo intercambio de infortunios y algunas otras cosas, decidía abrirles también las puertas de su dolor. Me di cuenta de que yo había estado excluido de todo aquello, hasta esa noche.

Sé que no fue una jugada limpia por mi parte, que debería haber respetado el silencio de Susana. Pero no pude, y seguí leyendo. Poco a poco, fui descubriendo sus deseos, otros, unos que yo jamás había siquiera conocido. Y otros miedos, mucho más carnales, quizás inconfesables.

Sentado en el suelo, devoré las hojas de ese cuaderno de  tapa dura hasta que me sorprendió la luz del amanecer. Y así fue como, letra a letra, palabra tras palabra, empecé a querer a Malena. Me enamoré de ella ciegamente, con la furia de esos amores que nos carcomen hasta el último centímetro de nuestras entrañas.

Con el corazón todavía en un puño, dejé el diario, volví a la habitación y, a través de la puerta entreabierta, comprobé que Susana aún dormía. Y tuve una extraña sensación de irrealidad. De pronto, en cuestión de segundos, vi cómo la mujer con la que hacía más de veinte años compartía mi vida, se desmoronaba ante mis ojos. Sin hacer ruido, cerré  la puerta y volví al trastero. Me senté en el suelo, cogí el diario de Malena… y continué leyendo.

Fernando Mitolo ©
Febrero de 2016

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