El laboratorio

El proceso judicial contra el Dr. Maximiliano Carrizo finalizó en primavera. El juez, en contra de los vaticinios y especulaciones de la prensa, lo consideró absuelto de culpa y cargos. A la salida de los Tribunales, con la alegría de volver a recuperar su inocencia, Carrizo desabrochó el nudo de su corbata y, con aire jactancioso, cruzó la avenida que lo separaba de la multitud y, una vez en el parque, caminó hacia la gran magnolia, apoyó su espalda contra el amasijo de raíces y disfrutó de un cigarro bajo el manto gris que esa tarde cubría Buenos Aires.
De pronto, un flash de la memoria lo transportó nuevamente al laboratorio. Como en un carrete de película, volvió a ver cómo aquella madrugada el baboso organismo salía de su receptáculo y, reptando sigiloso, adhería su gelatinosa estructura al picaporte. El instinto de Carrizo lo había hecho ocultarse en el recinto contiguo, aún sabiendo que detrás de aquella puerta estaba Claudette, su asistente. De pronto, el olor, o quizás el terror, hizo que su nivel de conciencia descendiera por unos cuantos minutos. Al despertar, miró hacia la puerta y, de pronto, llegó el espanto: estaba entreabierta y un tenue rayo de luz violeta dejaba entrever aquel rostro inhumano. En el suelo, delante de aquello, yacía Claudette, cubierta por miles de larvas que crepitaban sobre su cuerpo tras salir de los huevos. Detrás de ella, la masa amorfa y pegajosa continuaba multiplicándose hasta el infinito. En ese momento, Carrizo se desmayó. Horas más tarde, al llegar la policía, la claridad de las linternas hirió sus pupilas y lo sorprendió oculto tras la mesa de ensayos, absorto y con la mirada fija en el cuerpo despedazado de Claudette.    

FIN

Fernando Adrian Mitolo ©

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