Congelados
Andrés había estado toda la tarde resoplando y revoleando cada diez segundos la cabeza para acomodarse el flequillo —tan molesto los días de canícula—, y observando de manera casi obsesiva el reloj de pared, minuto a minuto, como si aquella manía por sí sola alcanzara para que su jefa cerrara de una vez por todas la peluquería. El calor no había bajado de los treinta y pico en todo el día y la noche no se presentaba mejor. Pero las clientas no saben de calores y sudores —o si lo saben apenas les importa—, menos aún cuando sus agendas de fin de semana están repletas de salidas con amigas criticonas, bodas de algún compañero de trabajo que, en ocasiones, ha despertado alguna que otra fantasía erótica, bautizos y comuniones a la española, y todo tipo de convenciones en las que la cabeza, la de afuera, no la de dentro, es la reina del carnaval.
El caso es que ese jueves, a las ocho de la noche, ni un minuto más ni
uno menos, tras acabar con el último tinte y después de que la dueña de la
peluquería echara el cierre del local, Andrés por fin pudo dar por terminada la
jornada y salir en polvorosa hacia la parada del autobús. Lo tenía todo
pensado: ni bien entrar en su casa, se sacaría la ropa sin preocuparse de dónde
o cómo cayera —si después Raquel quería protestar, que protestara—, y se
metería de cuajo en la bañera para disfrutar de una refrescante ducha de agua
helada en la que había estado pensando toda la tarde.
Pero, como se dice, “El hombre
propone y Dios dispone”, de modo que, menos “streap-teases” impetuosos y
más carita de felicidad, al ver que su novia no había ido a la clase de
italiano y ya estaba en casa. Así que, con la mejor cara de alegría forzada,
Andrés tuvo que posponer por unos minutos sus furores, mientras saludaba y se
apuraba para esquivar las carantoñas y toqueteos de Raquel —inapropiados habida
cuenta del sofoco que Andrés llevaba dentro—, que le dio la bienvenida en
tacones y bragas rojas excesivamente sugerentes, con un vaso de gin tonic en la
mano y completamente transpirada de arriba abajo. Eso sí, la chica se quedó más
que a dos velas porque el recibimiento fue al mejor estilo: “Andrés fastidioso
por el calor”, es decir, nada de besuqueos babosos ni abracitos, y tan solo un
aligerado movimiento de manos, cual princesa saludando desde el balcón de su
Palacio.
Después de traspasar como pudo aquella barricada sexo-amorosa de su
novia, una vez en el baño, Andrés por fin respiró. Abrió el grifo de la ducha,
sintió el primer escozor del agua helada y, sin más, metió una pierna, luego la
otra, y disfrutó de aquella gélida cascada. Al rato, reavivado del sofoco que
llevaba, empezó a silbar. Siempre lo hacía, y para eso no tenía ni vergüenza ni
prurito, por más que sonara como una guitarra desafinada y supiera que, del
otro lado de la puerta, Raquel se estaría mordiendo la lengua por no gritar
como una burra. Pero esa tarde, el concierto acabó ni bien empezar, porque
Andrés tuvo una repentina bajada de azúcar y se desplomó como una estatua en
medio de la bañera. Mientras tanto, Raquel seguía en el salón, a su bola y con
los cascos puestos, escuchando a Camela a todo volúmen, y apurando el último
sorbo del gin tonic al tiempo que hojeaba sin mirar una revista de coches que
se había dejado olvidadada un
amigo de Andrés.
Y fue en ese preciso instante cuando sucedió lo que ninguno de los dos
hubiese deseado nunca: aquel hombre de porte señorial, lector empedernido que
no se conformaba con cualquier cosa, por más Best Seller que fuera lo que entre
sus manos tenía, ni siquiera esperó a terminar aquella página 234 y, hastiado
hasta la coronilla de aquella “novelucha
de mala muerte que no iba ni para atrás ni para adelante, que si Andrés, que si
Raquel, que si Raquel, que si Andrés”, cerró el libro con rabia para nunca
más abrirlo.
Y así se quedó él, Andrés, tendido boca abajo y con medio cuerpo fuera
de la bañera, con una brecha de cinco centímetros en el medio de la frente y
sangrando a borbotones, y con la cabeza dándole mil vueltas y a punto de perder
el conocimiento. Y ahí se quedaría, congelado hasta quién sabe cuándo, ni vivo,
ni muerto, lo mismo que Raquel, que seguía sentada y con los cascos puestos, en
el salón, escuchando hasta la eternidad aquel “Nada de ti” de Camela. En fin, que ahí estaban los dos, cada uno
en su mundo, esperando a que, con suerte, aquel hombre cambiara de opinión y se
decidiera a retomar nuevamente la lectura desde aquella página 234.
Fernando Adrian Mitolo ©
Dedicado a todos esos
personajes de novelas, cuentos y demás yerbas literarias que, por esas cosas
del destino, ven interrumpidas sus aventuras, sus amores, sus alegrías…, en
fin, sus vidas.
Por ellos, nunca dejemos de
escribir. Por ellos, nunca dejemos de leer.
Fernando Adrian Mitolo ©
Jopé, yo como lectora quiero continuar leyendo esta novela, así que venga, a darle a la tecla.
ResponderEliminarMe gusta mucho el relato, Fernando, aunque creo haberlo leido ya en Falsaria. ¿Puede ser?
Un besico. Me alegro de volver a leerte.
Muchas gracias, compi. Yo también me alegro de volver al ruedo, lo echaba de menos. Y, efectivamente, el relatito este lo colgué en algún momento en Falsaria. Pero como aquí no, aproveché y de paso reinicié la actividad. Un besito y mejórate.
EliminarJe,jejejejej.....Me encanta.....No recuerdo haber dejado una lectura a medias, pero si fuera el caso después de esta reflexión, la volvería a retomar, porque aunque no soy tanto de Camela,jejejejeje (buenísimo), si que me identifico con las ganas de una ducha de agua helada y del momento Gin tonic,jejejeje. Felicidades!!!! me ha encantado el relato.
ResponderEliminarjajajajajajaja, muchas gracias, Yoli, por tu apoyo. Me alegro que te haya gustado y te haya hecho reír un rato. Te mando un besito y nos vemos pronto.
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