La broma absurda
Capítulo 7 - Bingo y espectáculo
—¡Cálmese, Gelita, que tirándose de los pelos se va a hacer
sangre y no va lograr nada! Tómese el tecito, vamos, que le va a hacer bien —le
decía su vecina a Rogelia, intentando tranquilizarla.
Y es que no era para menos. Tan entusiasmada que había
salido de su casa con sus amigas para dsifrutar de una noche de timba y, por
poco, acaba en la comisaría. Y todo por culpa de Benigno y sus experimentos
esotéricos. El caso es que, esa noche, no conforme con empezar a decir a
bocajarro a todo el mundo y en medio de una partida de Bingo: “¡Soy puta, soy
puta!”, cuando uno de los seguritas del local se acercó hasta la mesa para ver
qué le pasaba, la nobel mesalina tiró los cartones al suelo, puso carita de
nena malcriada y fue directo al paquete. El hombre, un mamotreto con cara de
ruso y embutido en una camiseta de stritch blanca a punto de reventar, le pidió
que por favor no se pasara de la raya y que le quitara la mano de ahí. Rogelia,
no solo no se la quitó sino que, sin mediar palabra, le abrió la bragueta y
hurgó entre sus partes como quien busca un tesoro —tesoro que, al parecer,
según ella, lo era. A todo esto, el hombre, que miraba a diestra y siniestra,
no dejaba de colocarse una y otra vez un pinganillo en la oreja. Incluso, quien
lo hubiera visto, podría haber dicho que se había puesto nervioso. Hasta que se
percató de la cara de: “¿Y a nosotras no nos dejas?”, que tenían las otras tres
vejestorias que había en la mesa y, haciéndose el duro, cogió la mano atrevida
de Rogelia y acabó con el jueguito.
Pero la cosa no quedó ahí. Envalentonada como un verdadero
minotauro, Rogelia se levantó de la silla y empezó a tirarse de los pelos —que,
por cierto, estaban más engrasados que nunca— y vociferando al más puro estilo
Celine Dion cantando Titanic, empezó a dar vueltas por todo el salón y se puso
a entonar “Yo soy lo que soy”. Aquello era digno de un zafarrancho: tremenda
mujer de casi un metro ochenta, entrada en caderas y con esas dos tetas
bamboleándose de un lado para el otro; como si eso fuera poco, con la cabeza de
Benigno coronando su estampa, con esas grenchas de color azabache que aquella
noche lucían sus mejores roñas y, sobre los labios, un incipiente bigotito
estilo Hitler que si tenía doce pelos era mucho. “Esto es too much”, dijo una de sus amigas muerta de vergüenza, y
haciéndoles un gesto a las otras dos para que se levantaran, que seguían ahí
sentadas como si fueran momias, finalmente apuraron las últimas gotas de sus
wiscolas al unísono, agarraron sus bolsitos y salieron despavoridas hacia la
puerta. Entretanto, Rogelia, como si nada. Ella seguía cantando y girando como
una peonza en el centro del local, completamente enajenada y a punto de ser
reducida por otros dos armatostes con cara de cosacos igual que el primero
quien, por cierto, estaba metido hacía largo rato en el baño dándole a la
manito a un ritmo frenético. A duras penas, porque bien que protestó, a Rogelia
se la llevaron a la cocina, le hicieron una tila con limón, le prestaron un
silloncito para que se recuperara del frenesí y, finalmente, se tranquilizó.
Eso sí, le dijeron que hasta que no llevara un certificado de aptitud
psicológica no podría volver a entrar al Bingo.
Cuando Rogelia recuperó el tino, completamente abochornada,
les pidió a sus musculosos captores que, por favor, le pidieran un taxi para
poder volver a su casa. Estos no se hicieron rogar y marcaron el número de la
empresa en un santiamén. No se sabe si por compasión de ver a la que podría ser
su madre —o su hermano, según cómo se mirara— en ese estado tan lamentable o,
por el contario, para quitarse de encima a esa loca con pintas de travesti
suburbano de una vez por todas. Por suerte, el coche llegó enseguida; sin
embargo, todavía le quedaba lo peor. Con el peso de un baldón como nunca antes
había soportado, Rogelia atravesó el salón y, dispuesta a salir por donde
entró, caminó con paso firme hacia la puerta, con la cabeza a gachas y
esquivando unas miradas que, insaciables, la siguieron desnudando sin la menor
clemencia hasta que, por fin, desapareció.
Entretanto,
Benigno continuaba echado sobre su sofá, con las siete piedras que le había
dado el charlatán sobre cada uno de sus chakras y recitando una especie de
mantra mal pronunciado que, según le había dicho aquel anti-buda, potenciaría
los efectos de sus visualizaciones. ¡Y bien que los había potenciado! Sobre las
dos de la madrugada, exhausto ya de tanta imaginería, se quedó dormido. Las
piedras, salvo dos o tres que se le habían caído, seguían apoyadas en su cuerpo.
Boquiabierto y con un incipiente hilito de baba que se le empezaba a salir por
la comisura de los labios, dormía como un lirón, hasta que empezó a soñar con
Lurdita y El Mirlo…
Continuará
Fernando Adrian Mitolo ©
En los bingos hay muchos chalad@s, pero en toda mi expereriencia de bingos y te aseguro que es mucha, nunca me he encontrado con un personaje como este, jajajajaja. ¡Hubiera sido genial hacerlo!
ResponderEliminarjajajajaj, total...tiene que ser surrealista! Un besico, y gracias por tu apoyo, compañera. Mejórate.
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