El hombre de todas las respuestas
1
Si
tuviera que elegir un recuerdo que me definiera, elegiría el del día en que mi
madre, certera como siempre, me cogió por los brazos y, bajo la atenta pero
inofensiva mirada de mi padre, me dijo: “¡Eres un respondón!”, y me pegó un
cachetazo en toda la cara. Sin saberlo, aquellas tres palabras, proferidas con
la única intención de reprenderme, y no tanto el cachetón, acabaron marcando
los surcos de mi incipiente personalidad. Ya de pequeño, ni bien descubrí los
juegos del lenguaje, me di cuenta de que nada, pero absolutamente nada, me daba
tanto placer como darle la vuelta a todas y cada una de las cosas que los
adultos me decían. Para todo tenía una réplica, para todo una justificación; y,
por supuesto, aquella desfachatada manía, exasperaba a todo aquel que se
propusiera corregirme.
En
una ocasión, recuerdo que mi madre, hastiada de mí y a punto de perder la
cabeza, se enfrentó a mi padre —quien se limitaba a mirar y callar desde el
sillón— y decidió llevarme a un médico. Decía que yo no era normal, que algo no
iba bien y que, si era necesario, me dejaría como pupilo en un internado hasta
que me curaran. Por fortuna, a pesar de que ella los atosigó con su
insistencia, los médicos y psicólogos que evaluaron mi caso no encontraron
ninguna anormalidad en mi tendencia a responder y rebatir. Aseguraron que, por
el contrario, era más un signo de una personalidad fuerte y cuestionadora que
algo patológico, y descartaron de cuajo aquella funesta posibilidad de
encarcelarme.
Con
el tiempo y a despecho de su repulsa y sus castigos, sobre todo a partir del
momento en que aprendí a leer y escribir, fui perfeccionando mis capacidades de
argumentación. A cada frase proferida por mi madre o ante cada interrogante que
a diario me asaltaba, en mi interior se suscitaban una infinidad de objeciones,
explicaciones, justificaciones y respuestas. Al principio, me encerraba en mi
habitación a cal y canto y, lápiz y papel en mano, revolvía en mi pensamiento
en busca de las posibles soluciones y evasivas verbales, y las escribía,
analizando los pros y los contras de aquella jactanciosa palabrería, hasta dar
con la que creía la más correcta; entonces yo salía al salón y, desafiándola,
se la lanzaba a la cara y ella se enfurecía como una hiena y volvía a
reprenderme y a penarme y así todo volvía a empezar, porque lo que ella no
sabía era que aquello, más que un castigo, era el mejor aliciente que podía
ofrecerme para poder seguir gozando de mis palabras.
Poco
a poco, aquel soporte de papel y grafito se convirtió en un mero instrumento
descartable. Comencé a ensayar para realizar todo el proceso mentalmente; ¡y
resultó! Ante la menor duda sobre algo o ante una mínima oportunidad para
responder, miles y miles de palabras, premisas y argumentos, hipótesis y
conjeturas, afloraban en mi conciencia con la levedad con la que florece un
capullo de jazmín, y, como si fuera un tsunami verbal, un maremágnum
lingüístico inundaba mi conciencia hasta el punto de dar con el acierto que
buscaba y, entonces sí, caía rendido de satisfacción.
Me
di cuenta de que yo no era como los demás niños. A diferencia de ellos, quienes
no dudaban en deshacer la paciencia de sus padres o de quien se les pusiera por
delante a base de preguntas y cuestionamientos insaciables, yo, por el
contrario, presumía de mi capacidad para responder. Esto, por supuesto, comenzó
a producirme un enorme vacío emocional. Me tildaron de raro, me excluyeron de
sus grupos y no dudaron en jugarme las bromas más crueles. Fue así como, recluido
en mi propio parapeto y cada vez más separado de aquel universo que giraba a mi
alrededor, supe que mi única fortaleza eran mis palabras, aquellas con las que
podía llenar los huecos impuestos por las dudas y los cuestionamientos. Pero eso
no me servía para relacionarme, aunque tampoco lo deseaba. Incluso, creo que, a
manera de defensa, llegué a pensar que no lo necesitaba.
Años
más tarde, ya muerta mi madre —mi padre ya había fallecido mucho tiempo antes—,
y convertido en un verdadero anacoreta, decidí darle una utilidad a mi talento.
Una mañana, después de apurar la taza de café con leche y el cigarrillo de
rigor, me enfundé el cuerpo con un chaquetón de lana, me acomodé el pelo debajo
del gorro y subí a mi habitación. Al entrar nuevamente, caí en la cuenta del
hedor que la inundaba; de haber estado allí, mi madre me hubiera ordenado abrir
inmediatamente las ventanas y ventilarla; no lo hice. Encendí el ordenador, lie
otro cigarrillo y abrí mis redes sociales —todas ellas relacionadas con la
informática—, revisé la actividad de mis foros y, entonces sí, me puse manos a
la obra.
2
Conocí
a Cecilia al año de inaugurar el buscador. Tal y como lo había previsto, el
proyecto había resultado un verdadero éxito. No cabe duda de que mi profusa
actividad en los foros de informática y mi maña para la programación fueron una
gran ayuda. El caso es que, apenas acabé de darle forma a la página web y puse
en marcha el motor de búsquedas, la gente comenzó a preguntar. A las pocas
horas de dar inicio a la actividad, las consultas registradas superaban ya el
millar. Estaba pletórico. Aquello por lo que, desde siempre, se me había
tildado de enfermo, hoy me daba la posibilidad de ayudar a los demás.
Las
consultas que me enviaban eran de una variedad asombrosa. Ahí pude darme cuenta
de la gran necesidad de respuesta que había en la gente. Desde dudas tan
triviales como qué ingredientes llevaba determinada receta de cocina, qué pasos
seguir para bañar a un perro sin hacerle daño o de dónde provenía el nombre de
tal o cual ciudad, hasta cuestionamientos sobre temas más abstractos o
filosóficos, el abanico era interminable. Las respuestas que más tiempo me
llevaban eran las que tenían que ver con asuntos emocionales o sentimentales.
De todas formas, si bien tardaba más de lo esperable, a fuerza de exprimir mis
artilugios lingüísticos, estableciendo intensos diálogos internos con mi otro
yo y, en algún caso, alguna que otra diatriba, siempre me las arreglaba para
dar, al menos, una respuesta que les aliviara la angustia y la ansiedad.
Como
vi que con el paso de las semanas las consultas aumentaban de manera
exponencial y no daba abasto a proporcionar las correspondientes respuestas en
el tiempo que yo consideraba prudencial, me planteé la posibilidad de contratar
un ayudante, al menos para que aliviara mi carga de trabajo a la hora de
escribirlas en el ordenador. Puse un anuncio en un periódico: SE BUSCA AYUDANTE
PARA TRANSCRIBIR RESPUESTAS EN BUSCADOR ON LINE. Por más que lo intenté, las
personas que llegaron no encajaban en el perfil. Necesitaba a alguien rápido,
ágil a la hora de teclear y que, por sobre todas las cosas, no tuviera
inconvenientes para trabajar durante muchas horas. Quizás haya sido muy
exigente, quizás no logré dar con la persona adecuada, no lo sé. El caso es
que, finalmente, desistí.
Fue
a lo largo de aquella semana cuando Cecilia contactó conmigo por el buscador.
Quería saber cómo encuadernar un libro. Recuerdo que su texto tenía algunas
faltas de ortografía pero que estas, lejos de molestarme, me causaron mucha gracia.
Le envié su respuesta a los pocos minutos, organizando uno por uno los pasos necesarios
para una correcta encuadernación, intentando ser breve y conciso. Se ve que en
esos momentos ella estaba on line
porque, ni bien darle al enter y enviar
la respuesta, no tardó ni tres minutos para redoblar su apuesta y pedirme
aclaración sobre uno de los pasos. Estuvimos chateando durante casi dos horas,
y ese fue el inicio de nuestra relación.
Al
principio, decidimos jugar dentro de las murallas de la red; y no tanto por
ella sino por mí, que no me animaba a dar el salto para conocerla en persona.
Además, y esto lo tenía muy claro, mi prioridad era gestionar el buscador. Las
preguntas de los usuarios no dejaban de aumentar, estos exigían cada vez más y
más respuestas y eso, a mí, a pesar del trabajo que implicaba, me llenaba de
satisfacción. A esas alturas, me di cuenta de que necesitaba aumentar mis
fuentes de información para poder así tener más capacidad de respuesta de la
que tenía. Para ello, me suscribí a multitud de revistas de divulgación y
periódicos digitales. Si bien al principio me costó hacerme con la rutina de
leer, a los pocos días, ya no me fue necesario tener que recordarme una y otra
vez que no podía empezar a trabajar si no había acabado con la lectura obligada;
aquello, ¡y a buena hora!, ya era un hábito completamente incorporado.
A partir de cierto momento, como las horas que
pasaba trabajando frente al ordenador, sumadas a las que dedicaba a la lectura,
eran casi más de quince, pensé que lo mejor sería economizar el tiempo al
máximo. Decidí tirar abajo un tabique de mampostería que separaba mi habitación
de la que antaño fuera la de mis padres. Hecho esto, instalé un camping gas con
dos hornallas, subí una pequeña nevera que había arrumbada en el garaje
—afortunadamente funcionaba—, monté una estantería de madera y cuatro cajones,
y mudé todos los enseres necesarios que había en la cocina para no tener que
bajar más que en caso de extrema necesidad. Como la habitación de mis padres
disponía de un pequeño lavabo, aproveché también aquello para no tener que
subir al baño que había en la planta de arriba. Y así, poco a poco, me fui
sintiendo cada vez más cómodo en aquel espacio que se me antojaba un palacio.
Era como tenerlo todo en escasos diez metros cuadrados; no necesitaba más. Allí
me sentía a salvo.
Con
el correr de los meses, las consultas a mi motor de búsqueda llegaron a valores
record y superaron con creces mis expectativas. Mi cabeza, entrenada como un verdadero
atleta, demostró tener una capacidad de reacción realmente envidiable. En una
ocasión, llegué a gestionar casi dos mil preguntas en seis horas. Eso, claro
está, autoestimulaba aún más mi habilidad para responder dado que, cuantas más
preguntas respondía, mis circuitos neuronales y mi velocidad para encontrar las
respuestas exigidas se multiplicaban hasta el infinito. Hubo días enteros en
los que, era tanta la excitación que aquello me proveía, que solo subsistía a
base de café, cigarrillos y chocolates. Cecilia, que a esas alturas se había
convertido en una amiga virtual inseparable, no paraba de decirme que aquello
no acabaría bien, que mi salud terminaría quebrándose. Pero me era imposible
dejar todo aquello. Las preguntas entraban una detrás de la otra y, por tanto,
mis ansias de dar respuesta eran como las aguas prisioneras tras la pared de
una presa.
Dadas
las circunstancias de mi éxito —el cual, debo reconocer, fue directamente
proporcional al empeoramiento de mi aspecto físico—, me vi compelido a aumentar
el número de ordenadores. La idea era ampliar las vías de contacto para los
usuarios y no limitarme solo al buscador. Cuando se lo planteé a Cecilia, se
opuso fervientemente, alegando que aquello acabaría por desquiciarme.
Finalmente, me confesó que tenía mucho miedo de perderme; aunque nuestro
contacto no fuera más que un mero trueque de palabras escritas, reconoció que
me quería. El caso es que ella no lo sabía, pero yo también sentía lo mismo: me
di cuenta de que la amaba con toda mi alma. Aquella confesión me trastocó.
Nunca nadie me había dicho que me quería, y máxime sabiendo de antemano que yo no
era un hombre como los demás. A pesar de ello, mi obsesión por dar respuestas
pudo más que mis sentimientos y, aprovechando los últimos ahorros que me
quedaban de las pensiones de mis padres, decidí comprar tres ordenadores más.
3
Ni
bien abrir el periódico aquella mañana, allí estaban en primera plana las
imágenes del desastre: un adolescente de apenas veinte años se había plantado
en plena calle y había comenzado a disparar a mansalva con una escopeta de ocho
pulgadas. Siempre pensé que esas cosas pasaban en otros lugares, pero la locura
no tiene nacionalidad. Un impulso hizo que encendiera el televisor; necesitaba
saber más, necesitaba confirmar que ella estaba bien: y es que el tiroteo había
sido a las puertas de la sede del Ministerio de Defensa, a tan solo diez metros
del lugar en el que Cecilia estudiaba inglés por las mañanas.
A
esas horas, todas las cadenas hablaban de lo mismo. Hasta el momento, no había
datos claros sobre el autor ni acerca de lo que le había conducido a llevar a
cabo semejante masacre, pero, como siempre en estos casos, tampoco se
descartaba ninguna de las hipótesis sobre el presunto móvil. A esas horas, los
muertos ya superaban los dieciséis y los heridos, ingresados en varios
hospitales de la zona, rozaban la treintena. En una de las imágenes, de pronto,
reconocí el frente de la academia de inglés, en el que un grupo de policías se
afanaba por colocar las correspondientes bandas para que la gente no pasara. Había
demasiada confusión: gente llorando, otros corriendo o intentando pasar el
cordón… Allí, mientras medio oía lo que decía el periodista, pude distinguir a
un par de personas de cara al suelo y apoyadas sobre la puerta de entrada. No
se sabía si estaban muertas o vivas.
En
ese momento, una oleada de desesperación me recorrió de arriba abajo. Comencé a
caminar de un lado al otro de la casa y a fumar sin parar. Las voces del
televisor, de a ratos, parecían girar en falso a la manera de un carrusel sin
control. Yo las oía como en sordina, pero no lograba centrarme. Hasta que, de
pronto, el foco de la información dejaba por unos instantes las anécdotas del
corazón o las tonadillas de la publicidad y se detenía, nuevamente, en aquella
inhumana atrocidad. En uno de esos flashes informativos, todo se tiño de negro.
El periodista que seguía el suceso desde los estudios, cuya cara denotaba lo
doloroso de lo que debía dar a conocer, leyó la lista provisoria de muertos. Y
allí estaba ella, Cecilia.
Ahíto
de rabia, subí hasta la habitación y me dirigí a los ordenadores. Comencé desesperadamente
a buscar respuestas. Primero en uno, luego en otro y después en otro. Aquel sinsentido
me abrumaba. Cecilia muerta, de esa forma tan cruel y tan injusta. Pero la
muerte siempre es cruel, siempre es injusta; al menos eso decía mi madre. Sin
darme cuenta, empecé a dirigir preguntas a mi propio buscador. Me embargaba una
extraña sensación de irrealidad. Mi personalidad se acababa de romper en dos
como si fuera una chocolatina. Incluso, sé que podrá parecer una locura, pero,
en cierto momento, quizás uno o dos segundos antes de aquella especie de
revelación, me pareció escuchar un fuerte crujido dentro de mi cabeza.
……………………………………………………..
Desde
entonces, por más que lo intento, no logro separarme de los ordenadores. Hay
una pregunta que insiste una y otra vez, a toda hora, y la respuesta no llega. Lo
he intentado de todas las maneras y, aun así, el buscador no arroja ningún
dato, el sinsentido continúa ahí, agazapado entre los pliegues de mi cerebro
taladrándome con este eterno cuestionamiento: “¿Por qué mataron a Cecilia?”.
FIN
Fernando Adrian Mitolo ©
Muy bueno!! El final, con el personaje buscando respuestas en su propio buscador, me ha hecho acordar algunos casos que he conocido de gente hablandose a si mismos online!
ResponderEliminarjejejejeje, si, no está muy bien el muchacho. Me alegro que te haya gustado!
Eliminar