Cuidado con la fabada asturiana
Una pequeña historia basada en hechos reales
De haber sabido
que aquella noche acabaría como acabó, no me hubiese comido
aquellos dos platos de fabada que me sirvió Ramona. Todavía hoy, después de dos
meses, no doy crédito que por haberme… pero no, vayamos por partes, que en
estas lides de los problemas maritales, las prisas no son buenas consejeras.
Aquella tarde, yo había llegado de la librería con un humor
de perros. Rebeca, mi compañera, seguía empeñada en que pusiéramos patas para
arriba el almacén y recolocáramos todos los títulos por temáticas en vez de por
autores. Claro, lo que no aclaraba la muy zorra era que el que tenía que
encargarse de la faena era yo, y no ella. Una verdadera locura. En fin, que
como no puedo con mi alma y nunca he soportado dejar con las ganas a una mujer,
asentí a los ruegos de Rebeca y me dispuse a hacer lo que me pedía, aún a
sabiendas que la que se llevaría los laureles ante el jefe sería ella.
Pero claro, aquella traición a mi ego, no me iba a salir
gratis. Llegué a mi casa con los bríos tan alterados que, quien finalmente pagó
los platos rotos, no fue otra que Ramona. Ni bien abrir la puerta, sabiendo lo
que me crispaba, no tuvo mejor idea que hacer alusión a mi mala cara, que no
voy a negar, esa tarde era de las peorcitas. Teniendo en cuenta aquel
acercamiento tan poco asertivo por su parte, mi primera línea de artillería no
se hizo esperar. Y aquí no crean que me propasé con la lengua ni nada por el
estilo. No, no soy de esos. Tan solo redoblé la apuesta y, si de malas caras se
trataba, pues la que le puse en ese momento se llevaba todos los premios. De
ahí en más, la temperatura del ambiente se mantuvo tensa. Cruces por los
pasillos sin dirigirnos la mirada, soliloquios en voz baja despotricando por mi
carácter, y todas esas cosas que solemos hacer cuando, como se dice, “el horno
no está para bollos”. Para no forzar la máquina, recuerdo que me duché, luego
miré un poco el telediario y, sobre las ocho, nos dispusimos a cenar.
Y ahí fue donde me cavé mi propia tumba. Si ya me había
servido un plato de fabada, contundente por cierto, ¿quién me mandó a mí a
aceptarle el segundo?:
—¿Quieres un poco más? —me dijo Ramona, seria y sin apenas
mirarme.
—Bueno, acepto —le contesté yo, más por hacerle un cumplido
de reconciliación que por otra cosa, que ya bien sabe lo poco que me gustan
esas situaciones.
Al rato, empecé a sentirme mal y una especie de letargo me
invadió por completo. Pero lo peor fueron los retortijones; y es que dos platos
de fabada, de noche… El caso es que, en el momento del postre que, por
supuesto, no comí, por una tontería que hasta vergüenza me da recordar la cosa
se volvió a reavivar y empezamos a discutir. No ya por lo de la tarde, que creo
que ni ella se acordaba, si no por cualquier cosa que no venía ni a cuento pero
que, si el objetivo era buscarme la mugre, estaba claro que era la estrategia
más adecuada. Mientras iba de la mesa a la cocina y de la cocina a la mesa,
Ramona no paraba de protestar y de sacar trapitos al sol, trapitos más que
secos y guardados ya, pero que después de tanto removerlos, acabaron por
hacerme explotar. Y nunca mejor utilizado el verbo, “explotar”, quiero decir,
porque en ese momento, se ve que por los nervios, los efectos de la fabada
hicieron acto de presencia y, precisamente mientras Ramona me estaba hablando,
se me escapó una ruidosa ventosidad.
Y ese fue el detonante de todo lo que vino después. Ella
tomó aquel gesto —absolutamente natural y humano como la vida misma—, como la
peor ofensa que pudiera haberle propinado y, ardiendo como una brasa encendida,
pasó por mi lado, me empujó y se fue a la habitación. A los pocos minutos salió
y, con total indignación y con lágrimas en los ojos, me dijo:
—Esto no va a quedar así, Amancio. Que sepas que yo no soy
como esas tontitas que todo lo aguantan. No, no…, estás muy equivocado si es
eso lo que piensas. Hoy es un gas, pero mañana quién sabe. ¡Dios me libre! —y,
después de ese mensaje que apenas pude digerir, cogió el abrigo, abrió la
puerta y se fue.
A los dos días, lo comprendí todo. A las ocho de la mañana,
justo antes de salir para la librería, se presentaron en mi casa dos oficiales
de policía con una citación: Ramona me había puesto una denuncia por malos
tratos.
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