Carta a una esposa incrédula
Todavía no entiendo por qué no me creíste. Y eso que lo intenté de mil maneras, que te lo repetí hasta el cansancio. Pero no me dejaste otra opción, preferiste ponerte del lado de ellos, en vez del mío. Sé que te convencieron. Lo hiceron la tarde que saliste vestida de rojo. Era el color que les gustaba, al menos eso te dijeron. Qué tonta; tú también caíste en la trampa. Lo que no sabías es que con eso me estabas arrastrando también a mí.
Y perdona que sea repetitivo, pero es que no me cabe en la cabeza por qué tú, que eras en quien yo más confiaba, no me creíste. ¿Por qué iba a mentirte? Dímelo, a ver. ¿Acaso lo hice alguna vez? Tendría que odiarte. Pero ya es tarde incluso para eso. Además, ¿qué ganaría? Mejor les dejo el peso de semejante carga a ustedes. Sí, a ellos y a tí, que me carcomieron el cerebro hasta desgastarlo por completo.
Supongo que ahora que me han quitado del medio estarás contenta. Porque a mí no me vas a engañar con lágrimas falsas, como esas que derramaste cuando me encontraste colgado. Lo hubieses pensado antes, cuando te conté lo que sucedió en el baño. Todavía recuerdo el terror que sentí aquel día, al ver aquel ojo, mirándome fijo desde detrás de la pared. Era una mirada vacía, muerta, y quizás por eso me resultó insoportable. Pero lo peor fue lo que vino después, cuando no me creíste y dijiste que estaba loco. Más tarde empezaron los ruidos; a todas horas. Después los murmullos y las voces, chillonas, filosas como cuchillos, que noche tras noche se me fueron metiendo dentro de los oídos. Y yo sin poder hacer nada, atado de pies y manos por miedo a las represalias. Un día me dijeron que te matara. Sí, ellos. Y te diré que estuve a punto de hacerlo, la noche de la última navidad que pasamos en casa, cuando se fueron tus padres. Después que arrancaron el coche, subí al desván, abrí la caja de herramientas y cogí el martillo. Nunca me gustaron las armas blancas. "Dale tres golpes y déjala seca", me dijeron. Pero no pude, de verdad que no pude. Suerte para tí. Y mira cómo me lo has pagado.
Tú dirás que lo que hice fue de cobarde, lo sé, pero estás equivocada. Porque precisamente ahora soy libre. Libre de aquella vigilancia constante, de sus insultos, de sus amenazas. Libre de las noches insomnes y del miedo metido en el cuerpo. Pero, sobre todo, libre de tus oídos sordos, libre de tu incredulidad y de tu falsa moral, esa que te hizo caer en la más burda desidia, y a mí en el peor de los infiernos. Ahora estoy muerto, sí, pero, al fin, soy libre.
Por todos aquellos que viven inmersos en una realidad diferente a la nuestra. Antes de juzgarlos, escúchalos.
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