La loca del faro
Le llamaban la loca del
faro. Todas las tardes, cuando el sol empezaba a vestirse de noche, cogía a sus
dos perros, se envolvía en una pañoleta multicolor y salía de la cuartería
directo hacia la playa. Una vez en la calle, no había día que no se ensarzara
en una de sus eternas peloteras con los niños del barrio, unos diablos más
malos que el mismísimo demonio y que no tenían otra cosa mejor que hacer que,
cuando la veían, molestarla tirándole piedras y cacas de perro secas. Salvo
ellos, todos le temían; y no era para menos, las cosas como son, viendo la
estampa que daba, caminando como si fuera una verdadera fiera enfurecida,
gritándole a sus perros para que no se distrajeran —como si estos fueran a
hacerle caso— y dispuesta a comerse crudo y sin adobo al primero que se le
cruzara por el camino. Había que verla no más llegar al faro, agachada en
cuatro patas y dando cabriolas en la punta del acantilado, con los pelos
erizados como púas, y pateando y rebuznando sin parar hasta que el cielo, por
fin, se cubría de negro y, solo entonces, llamaba a sus perros, cogía por donde
había venido y todos contentos.
Quienes la conocieron en
épocas de bonanza, cuando todavía trabajaba de periodista en aquella editorial
de mala muerte, dicen que todo empezó tras una trifulca con su jefe durante un
evento estudiantil. Al parecer, el hombre no tuvo mejor idea que, al tiempo que
se mesaba sus bigotes de morsa mientras hablaba sin parar —manía que había
cogido y que ejecutaba cada vez que tenía que lanzar alguna de sus insensatas
órdenes a sus empleados— intentar dejarla con el culo al aire endilgándole un
discurso; discurso que, por cierto, tenía que dar él y del que la otra no tenía
ni noticia. Lo primero que hizo esta fue negarse en rotundo, alegando que aquello
era una locura. El bigotudo arremetió y le dijo que no había excusa, que lo
tenía que decir igual. De modo que esta, ni corta ni perezosa y como si lo
tuviera preparado de casa, se puso blanca como un papel, echó los ojos para
atrás como una posesa y se puso a jadear en medio del salón. No tardó ni diez
segundos que, para rematarla, se tiró al suelo de bruces y empezó a llorar a
moco tendido. Para no alargarla, el caso es que tuvieron que llamar a los
servicios de urgencia y acabó en la guardia del hospital; eso sí, en el
trayecto, al ver al paramédico que le había tocado en suerte —un morenazo fortachón
que no paraba de hablarle mientras le toqueteaba la mano—, se le fue yendo el
diablo del cuerpo y, al llegar al nosocomio, ya casi como una seda, no estuvo
ni quince minutos que el médico de guardia no tuvo más remedio que fletarla
para su casa.
Lamentablemente, la cosa no
acabó ahí y, quien sabe si por haberle tomado el gusto o porque los astros decidieron
darle la espalda, Melita, así se llamaba, empezó a poner en práctica aquel
irritante número circense cada vez que las cosas se le ponían difíciles. Así, hasta
que la cabeza acabó por abandonarla del todo, dicen, tras una indigestión por un
atracón de frijoles en mal estado que se pegó después de una gresca con un
vecino más raro que ella, si cabe, al que apodaban Tutan-Ramón. Según una
chismosa de la barriada que tenía ojos donde uno menos se lo podía imaginar, el
susodicho la habría estado acosando durante varios días con su cámara de fotos
camuflado tras un matorral. En una de sus escaramuzas, mientras Melita ultimaba
una de sus exhibiciones en la puerta de un supermercado —la cajera le había
querido cobrar dos veces unas pechuguitas de pollo congeladas—, lo vio reflejado
en el cristal del escaparate. De repente, se paró en seco, se tragó los
lagrimones como si fueran caramelos y enfiló hacia el arbusto con los ojos
desorbitados y dando carterazos a diestro y siniestro, no importaba a quien le
diera. El otro, con la cámara de fotos a medio preparar, salió disparado hacia
la avenida y, en menos de dos segundos, nadie más le vio el pelo —expresión
poco lograda, por cierto, dado que el hombre era calvo.
De ser así —lo del atracón
de frijoles y la indigestión—, bastante tardó en caer la pobre, habida cuenta de
que, según decía, la
cocina no era para ella y, día sí y día también, apuraba el calderito de lata sobre
el fuego del camping gas y, una vez listo el potaje, no paraba de engullir
hasta que no desaparecía el último pellizco de aquella insulsa legumbre. Mentira o verdad, verdad o mentira, el caso es que, con los años, Melita,
esa ingenua samaritana venida del caribe, acabó perfeccionando sus espectáculos.
Al principio, el único motivo que encontraba no era más que su propio
aburrimiento; un hastío que ni ella entendía y que hasta sus perros detestaban.
Pero luego, poco a poco, al aburrimiento se le sumaron los dolores de huesos,
su jaqueca pertinaz, la sed cada vez más ardiente de tener un buen hombre entre
sus piernas, la nostalgia de su Cuba querida… y vaya uno a saber cuántas cosas
más. El caso es que sus numeritos, antaño reservados a situaciones puntuales, comenzaron
a colonizar las veinticuatro horas del día, y tanto si era de mañana, tarde,
noche o madrugada, empezó a extender sus habilidades por todos los rincones del
barrio. A menos que uno se pusiera algodones en los oídos, de la alharaca que
armaba, no había cristiano que pegara ojo. Dicen las malas lenguas que, cuando
le daba el arrebato, sus gritos se oían a veinte manzanas a la redonda; eran
tan estridentes que más de uno, zumbado como estaba por el efecto del sueño,
salió disparado hasta la puerta para ver dónde era el incendio al
confundírselos con la sirena de los bomberos.
Sin embargo, los gritos eran
solo una parte del verdadero espectáculo. Lo peor venía después, cuando el
subidón comenzaba a decaer y, de buenas a primeras, se arrastraba por el suelo,
se echaba boca arriba y, con las manos aferradas al pecho, se ponía a jadear
como una meretriz en celo y, balbuceando como podía, empezaba a rezarle a santa
Rita para que no la dejara morir, mientras sus perros, uno de un lado y la otra
del otro, le ensalivaban la cara a lengüetazos. En esa época fue cuando se le
dio por montar la escenita en el faro. Decía que aquello la relajaba. En fin.
El caso es que, no se sabe bien cómo, pero un día, en una de esas escapadas, en
medio de su particular puesta en escena, de repente se topó con un pobre diablo
vestido de traje y corbata, pelo engominado y zapatos de charol morados, que
estaba a punto de tirarse al mar desde las rocas. Al parecer, según le dijo
luego, el buen hombre había atropellado a una paloma con el coche, y fue tanta
la desazón que aquello le provocó que, decía, no encontraba otra salida más que
el suicidio. Finalmente, ni suicidio ni nada. Esa tarde, vaya uno a saber qué
tecla le tocó aquel hombre a Melita que, ahí nomás, se le acabaron todas las
boberías. Y no por lo que uno podría pensar, que también, sino porque el falso
suicida acabó siendo un magnate rumano de la industria circense que, apenas vio
las dotes de Melita para el espectáculo, no dio puntada sin hilo y, después de
satisfacer sus ardores, le ofreció un contrato para trabajar en una de sus
carpas. Esta lo aceptó sin dudar, y aquella fue la mejor decisión que pudo
haber tomado en toda su vida. De periodista a loca del faro, Melita, sin
siquiera imaginarlo y sin apenas darse cuenta, acabó convertida en una estrella
circense sin parangón. Sus ansiedades jamás desaparecieron, por supuesto, y sus
arrebatos tampoco. La diferencia era que ahora, como ella decía, al menos la
gente pagaba para verlos y, de paso, ella se desahogaba.
FIN
Fernando Mitolo ©
Mayo de 2017
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