El día que nos arrebataron el barranco
Un pequeño ejercicio literario sobre el tratamiento del espacio - Como describir a partir de la acción.
—Ya lo sé, Canela, ya lo sé —se lamentaba Pinito, sentada en
su banqueta de esparto y con la cara pegada al vidrio de la ventana cerrada a
cal y canto, mientras con sus manos, ajadas por la melancolía más que por la
edad, acariciaba a su perra embalsamada—. Ya sé que soy una machacona, que todos
los días repito lo mismo y que ya te tengo aburrida con mis agonías de siempre.
Pero ¿qué le voy a hacer?, será culpa de esta maldita calima, que parece que no
nos quiere abandonar y que lo único que sabe hacer es envolverme con su manto
de tristeza. Una vez escuché por ahí que los que se niegan a soltar, al final, acaban
arrastrados por aquello que pretenden retener. Igual sea eso lo que me pasa a mí.
»¿Ves a ese hombre? Sí,
sí…, el calvo de gafas, ese que está fumando. Hace días que, todas las tardes,
a esta misma hora, sale de la academia de aquí abajo con un grupito de otros
como como él, cruza la carretera hacia el parque, se mete entre los coches que
hay aparcados, se para ahí mismo donde está ahora, justo al ladito de ese banco
de madera, y da comienzo a su ritual. ¿Qué te dije?, ¡ahí empieza!: mira a la
derecha, mira a la izquieda, señala hacia aquí, ahora hacia los edificios de la
otra calle, mira arriba, mira abajo, pone cara de circunstancia y, con un
movimiento de su brazo, les muestra lo único que tienen los de enfrente: una
docena de árboles que no le dan sombra ni a una hormiga, cuatro bancos de mala
muerte, una maltrecha pista de asfalto con bríos de sendero, y ese parque, si a
ese páramo de matojos se le puede llamar parque. Mira, mira, ¿tú crees que esos
niños son felices como lo éramos nosotros, jugando sobre esa moqueta de
gomaespuma a prueba de golpes, como si estuvieran dentro de una incubadora?
Corretear por el barranco y lastimarse para volver a salir corriendo, eso era
jugar, no esto.
Míralo, míralo al calvo, ya verás, ahora seguirá
hablando y hablando y fumando y…, ¿ves?, ¿no te lo dije? Mira, mira…, ahí se
gira, dirige la vista nuevamente hacia este lado del barrio, el de los
pobretones, como nos llaman desde el día que hicieron esta carretera del
demonio, y señala nuestras fachadas. De seguro que les estará diciendo que se
detengan en su tez multicolor, en los desconchones, en el tamaño de las
ventanas, todas distintas, en nuestras ropas tendidas al viento y quién sabe
cuántas cosas más, y que observen cuán diferentes son a LAS DE ENFRENTE, sí,
con mayúsculas, con esas paredes limpitas y bien pintadas, tan vacías y sin
apenas una mácula, y con esa luz escandinava que hay detrás de sus ventanas, tan
aséptica y tan artificial como todo lo que metieron ahí.
»Ahora les tocará el
turno a los hibiscos, ya verás…, ¡lo ves!, ¿qué te dije? Apuesto a que les estará
diciendo que están mejor cuidados que aquel desierto al que esos ricachones llaman
“jardines de la comunidad”, con ese césped sin cortar, y esas palmeras y
tabaibas desahuciadas que parece como si estuvieran purgando las culpas por el
pecado de habernos usurpado lo que era nuestro. A lo mejor también les hable de
los locales que hay en nuestros bajos —cosas que ellos no tienen—, del almacén
del edificio de al lado, de la academia donde él trabaja o de aquel que tiene
el cartel de SE TRASPASA. Por no decir de la autoescuela, el estanco de Paco o la
dulcería de Nuria, siempre abarrotada de niños y mujeres que entran y salen,
hablan, gritan, ríen o pelean…, en pocas palabras, viven.
»Eso sí, de lo que no
se tiene que olvidar es de decirles que aquí vive gente humilde y trabajadora, igual
que en el inconfundible Pantera Rosa de la calle de arriba, ese mamotreto que
no deja de hacernos sombra con su fama, mal que me pese. Aunque si te soy
sincera, Canela, lo que en verdad me gustaría, es que ese hombre hiciera un
poco de justicia y les contará la historia que yo te conté hace un rato. Sí, la
misma que te cuento siempre, la de ese día en que llegaron las máquinas, nos
arrebataron el barranco y nos dejaron aquí, del lado de los pobres.
Fernando Mitolo ©
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