La broma absurda
Capítulo XIV - El reencuentro
—Jajajaja, tú estás loco, m´ijito, y nunca mejor dicho.
¡Esta cabecita ahora es mía! A buenas horas te acuerdas de reclamarla
—respondió Rogelia, con la cara toda colorada y esa risa socarrona que sacaba a
relucir cuando estaba nerviosa, mientras con una mano se acomodaba el pelo
recién planchado y con la otra se quitaba de encima de su pierna la cara de
Lurdita, que, agachada a su lado, no paraba de besuquearle la rodilla y repetir
una y otra vez: “¿Quiere ver a sus
nietitos?, ¿quiere ver a sus nietitos?..., enséñenle ese piquito a la abuela,
venga, enséñenselo” —y, como si fuera una verdadera sinfonía hecha de
muecas y con la mirada fija en el alféizar de la ventana, “hablaba” con sus “pichoncitos”,
los ya crecidos hijos del Mirlo que, según ella, habían salido “igual al padre”.
En ese momento, entró Arantxa, la vasca:
—¡Hostia!, ¡ya estamos otra vez con eso! Venga, basta de
ñoñerías, deja a tu suegra tranquila. Dame el bracito, vamos, que esto te va
hacer bien; ese no, el derecho, que la vena se te nota mejor —le dijo, con los
ojos desorbitados, al tiempo que, con un gesto de los que hacía cuando estaba
en la Kale Borroka, les ordenó a Benigno y a Rogelia que no mirasen, mientras
hincaba la aguja y miraba de reojo cómo los diez mililitros de Haloperidol
entraban por el antebrazo de Lurdita—. Bueno, preciosa, esto ya está —agregó al
terminar la faena—. Vas a ver cómo en un ratito tus “pichoncitos” desaparecen y
te quedás tranquilita. Pobre, ya ve —le dijo a Rogelia—, está cada día más
desquiciada; si es que parece sacada de la mismísma Salpetriere. Y este, joder,
otro tanto. ¿Sabe lo que dijo el otro día en la terapia de grupo?
—Mmmmh…, no, ¿qué dijo? —preguntó Rogelia, un poco
sorprendida por el desparpajo de la enfermera, y acomodándose el flequillo, miró
hacia Benigno con cara de lástima.
—Que quiere que usted le devuelva la cabeza, eso dijo. ¿Se
imagina? La verdad que eso es para estudiarlo, eh…, porque yo después me
preguntaba, si este hombre le da su cabeza, que en realidad no es la suya sino
la que le quitó a usted…, decía, si él le da su cabeza y usted le devuelve la
que tiene puesta, que tampoco es la suya sino la de él, que se la encasquetó el
día de la jaqueca, yo me pregunto, ¿entonces, la que se quedará loca es usted?
¡Jopé!, ¡la verdad que es para que los psiquiatras escriban un libro! En fin,
señora, voy a seguir con la ronda, que ahora me tocan las bipolares, que no sé
qué cojones les dio que están las cinco en fase maníaca y me tienen el turno
que parece un carnaval. Como si fuera poco, el doctor no está, Melissa, “la
coloncha”, de vacaciones en Colombia, ¿entonces?, hala, la Arantxa de
responsable; pero conmigo estas no joden. Las peores son las argentinas, dos
hermanas solteronas que dicen que en realidad están muertas y que son un
espíritu, que sus cuerpos los tienen guardados en una bóveda de La Recoleta, un
cementerio precioso, por cierto, lo miré en Internet. Se quejan de que el
hermano, un tal Abelardo, se la pasa dándoles el coñazo diciéndoles que tiene
la cabeza sucia y contándoles sus penurias con la madre, al parecer, otra loca
de remate igual que ellas dos. Aunque sabe qué, al menos estas petardas le
levantan un poco el ánimo al melancólico que entró hace una semana, que está
con la cantinela de que su novio lo dejó porque es una mierda y que Dios le
dice que se tiene que suicidar para enmendar los años de sufrimiento que le
hizo pasar a ese pobre cristiano. Qué cosa la cabeza, ¿verdad?, es un verdadero
misterio. En fin… agur, señora —dijo
la vasca, y, para alivio de Rogelia, salió de la habitación con la misma cara
de mala hostia que había entrado.
A todo esto, a Lurdita le había hecho efecto el
antipsicótico y yacía dormida en la cama de Benigno, con la boca abierta y babeando
como si fuera un caracol, y abrazada a una de las correas que le habían puesto
por miedo a que le diera otro arrebato místico como el del día anterior. Cuando
Rogelia salió del estupor tras la verborrea de la enfermera, pero, sobre todo, cuando
digirió las imágenes que se le habían venido a la cabeza en cuanto aquella le
insinuó que si se volvían a intercambiar las cabezas con su hijo éste le podía
contagiar la locura, fue terminante, y sólo le bastó eso para decidir que, de
ninguna manera, le devolvería su cabeza a Benigno. Podía llorar, patalear,
hacer lo que quisiera, que no se la devolvería.
Y mientras pensaba esto, Rogelia se acariciaba la melena,
primero de un lado, después del otro, y decía: “¿Viste, Benigno, qué lindo que me dejaron el pelo? ¿A que me queda
mejor así, alisado?, no como lo tenías tú, esa mata de rulos que parecía un
arbusto”, y entonces se reía y se acariciaba el pelo, y miraba a Benigno,
que seguía embobado y con la mirada perdida en el techo, y luego a Lurdita,
toda esmirriada, con los labios pintados de negro y con su cuerpo pegado al de
Benigno, su amado Mirlo, y le tocaba la frente, hasta que, sin apenas darse
cuenta, poquito a poco, fue entrando en trance, y comenzó a mover la cabeza, a
revolear los ojos, y otra vez la cabeza, para la izquierda y para la derecha, y
la cara que se le empezaba a desencajar, muecas con los ojos, muecas con la
boca, entonces se levantó, y ya era el cuerpo el que se le empezaba a poner
inquieto, a contonearse de arriba abajo, y ya algo le decía que era hora de
echarse suelo y que había que ponerse a reptar como una víbora, hasta que, de
pronto, llegó el toque de gracia:
—¡Soy puta!, ¡soy puta! —empezó a gritar, con un vozarrón que
hasta Lurdita, con media jeringa de Halopidol en el cuerpo, abrió los ojos y
levantó la cabeza para ver a qué se debía tanto jaleo.
La vasca no se hizo esperar; no pasaron ni dos minutos que,
cuando Rogelia se quiso dar cuenta, ya la tenía encima de la espalda con el
inyectable preparado para aguijonearle el brazo.
—¡Soy puta!, ¡soy puta! —seguía vociferando Rogelia, y, al
rato de que el líquido amarrillento acabara de comerse las líneas de la
jeringa, los ojos ya comenzaron a pedirle reposo, se le abrían y se le
cerraban, se le cerraban, se le cerraban, hasta que de pronto ya no se le
abrieron… y la vasca se asustó, se dio cuenta de que quizás se le había ido la
mano con el Diazepam y empezó a
darle cachetones:
—¡Hostia!, ¡joder!, ¡abra los ojos, venga!
Pero Rogelia no reaccionaba.
—Vamos, querida, no me des estos sustos ahora, que qué le
digo yo al Director, que se supone que me dejó de responsable porque soy de
confianza —decía la vasca, como si la otra la escuchara, y un par de lágrimas,
tímidas pero de verdad, le empezaban a asomar por sus ojos.
Continuará…
Fernando Adrian Mitolo ©
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