El hada y el ermitaño
Para Belkys
1
Se le apareció de repente una mañana de
otoño. Ese día, ella, aburrida y cansada de su propia existencia, había
decidido jugar. Entonces, se escondió de la mirada de su madre, subió a la rama del abeto, batió
sus alas de seda y remontó vuelo hacia donde el viento la quisiera llevar; y
así fue como, dos horas después, mareada y un poco aturdida por el capricho del
alisio, aterrizó en la casa de aquel ermitaño teldense. Después de sacudirse de
arriba abajo, se metió por el hueco de una ventana entreabierta y trepó por la
pared hacia un lugar que fuera seguro. Una vez allí, curiosa, comenzó con el
ritual de siempre: se puso a mover rápidamente las alas, al tiempo que sus ojos,
como si fueran un radar, iban registrando palmo a palmo cada centímetro de
aquella pocilga con olor a comida recalentada. Sentado al borde de su mesa de
trabajo y ensimismado en su repetitiva obsesión por los soldaditos de plomo, el
ermitaño bufó molesto por el ruido de la mágica danza. Giró su cabeza hacia el
lugar desde donde venía el sonido y entonces la vio. Lejos de asustarse, ojeó
por encima de las gafas y afinó la vista para verla mejor. Ella se detuvo, se soltó
sus largos cabellos y le regaló una mirada traviesa. Él, extasiado por el verde
esmeralda de aquella cabellera, hizo a un lado el soldadito de plomo y alzó sus
brazos para cogerla del techo. Ella aceptó el envite y, con una sonrisa en los
labios, se posó sobre la palma de la mano del ermitaño y se dispuso a jugar. Lo
que él no sabía era que aquello, más que un juego inocente, sería el principio
de su triste final.
2
Después
de esa mañana, cada día, el hada visitaba al ermitaño y, entre carantoñas y
sonrisas bobaliconas con sabor a malicia, le entregaba todos y cada uno de sus
resquicios. Poco a poco, lo fue enloqueciendo. Y a ellos, a sus eternos y
cautivos soldaditos de plomo,
comenzó a inocularles el veneno de una utópica libertad. Primero con timidez
pero luego con el ardor de los enamorados, ellos decidieron convertirla en su
gran salvadora. A espaldas del ermitaño, cada vez que este se distraía con sus
incansables rituales y absurdas manías, los soldaditos de plomo se las
ingeniaban para salir de sus vitrinas, saltar sobre las alas del hada, y
entonces la cubrían de mimos, de besos y caricias que, prisioneros, ansiaban el
día de su libertad. Hasta que una mañana, el ermitaño los descubrió y, furioso,
tras encerrarlos en un armario con llave por lo que consideró un agravio
imperdonable, cogió al hada por una de sus alas de seda y la echó a volar, no
sin antes ordenarle que nunca, nunca jamás, volviera.
3
Y
ella nunca volvió. Quizás por eso, el armario de madera que hacía las veces de
cárcel de sus amados soldaditos de plomo, se fue oscureciendo cada día más con
la negrura de una tristeza sin fin. Pero un día, ellos, a punto de ahogarse en
las aguas de ese luto insoportable, decidieron salir a la superficie y urdieron
el plan. Lo harían de noche, una vez el ermitaño acabara con su luctuosa liturgia
obsesiva y cayera rendido en los brazos de Orfeo. Nombrarían Capitán al
Templario de Fuego, el más valiente de todos y, a sus órdenes, blandirían sus
armas hasta resquebrajar los candados. Entonces empujarían las puertas del
armario, se armarían de valor y descenderían lentamente por entre los agujeros
dejados por las termitas. Una vez en el suelo y con sus armas en mano,
seguirían las órdenes del Templario de Fuego y caminarían en fila hasta el
borde del catre. Uno tras otro, escalarían por los jirones de la sábana hasta
llegar a su ansiado destino. ¡Alto!,
diría la voz del Templario, y todos obedecerían sin dudar. No podrían
permitirse ningún error, ningún impulso sin ley; eso sería fatal. ¡Preparen!, ordenaría después el
Capitán, y, ahí sí, cada cual empuñaría su arma con fuerza, hasta sentirla
adherida a su piel y como si fuera parte de sus propios cuerpos de plomo. Sólo
entonces, con la sangre de la venganza hirviendo en su interior, esperarían la
orden final, esa que les daría, de una vez por todas, la verdadera libertad. Y
así, a la voz de: ¡Aséstenlo ya!, los
soldaditos de plomo descargarían su furia y su odio sobre el cuerpo del
ermitaño. Una y otra vez, puñalada tras puñalada y bala tras bala, hasta
convertir su piel en escamas y dejar su carne al descubierto, inerme, muerta,
sobre la humedad sudorosa del catre.
FIN
Fernando Adrian Mitolo ©
Octubre de 2016
Comentarios
Publicar un comentario