Quien te cantará
El drama de la identidad
Desde
los inicios de la filosofía, la pregunta por la identidad ha sido uno de sus mayores quebraderos de cabeza. Partiendo
del pensamiento de los clásicos y siguiendo por las ideas de la escolástica, el
humanismo, el racionalismo o el empirismo —por nombrar algunas de sus
corrientes—, la cuestión de la identidad personal y el Yo como concepto ocupó gran parte de sus reflexiones. Pues, fue precisamente
en medio de ese juego dialéctico donde la filosofía, en sus intentos por dar
respuesta a dicho interrogante, recibió el revés del psicoanálisis.
La
piedra fue lanzada por Freud en un artículo de 1917, quien, después de citar
las dos afrentas sufridas por la humanidad a causa de las teorías de Copérnico
y de Darwin[1], no
dudaría en instaurar una tercera: la “herida psicológica” —quizás la más difícil
de aceptar—, afirmando de forma contundente: “El Yo no es el amo en su propia casa”. De modo que, removidos de
sus ilusorios lugares de privilegio y desplazados a un innegable segundo plano
—primero el planeta Tierra y luego el Hombre—, el médico vienés acabo poniendo
en su sitio también al Yo.
Hace
unos días, casi por casualidad, di con un film español que, no solo reivindica
el valor artístico del muchas veces denostado cine ibérico, sino que vuelve a
poner sobre el tapete el hecho de que hoy, en pleno siglo XXI, habida cuenta
del enorme saber transmitido por la filosofía y a más de cien años de que Freud
escribiera aquel artículo, esa pregunta por la identidad personal aún sigue vigente.
Porque eso es, ni más ni menos, lo que nos muestra Carlos Vermut a través de la
protagonista de “Quién te cantará” —interpretada de forma magistral por Najwa
Nimri—, quien, a partir de un intento de suicidio velado, queda detenida en un
impasse subjetivo.
Todo
comienza con Lila Cassen, una cantante famosa que lleva diez años sin cantar, tendida
en la orilla de una playa, inconsciente y aparentemente ahogada, y Blanca —su
manager—, intentando resucitarla. Lila sobrevive, pero ya no recuerda absolutamente
nada: ni su nombre, ni su edad, ni su casa, ni a Blanca, ni a qué se dedicaba.
En definitiva, Lila no sabe quién es. A partir de esto, Blanca inicia una
cruzada para que Lila vuelva a ser Lila, para que “recupere” su identidad
perdida —o, quizás, para no perder la propia—, como si se tratara de un
artefacto de quita y pon. Es entonces cuando aparece Violeta, camarera de noche
en un karaoke y madre de una adolescente que la hostiga continuamente, pero,
por sobre todas las cosas, fan incondicional de Lila. Su vida se sostiene
gracias a ella, a sus discos y canciones, a sus gestos y movimientos, a su voz.
Tanto es así que, cada noche, al finalizar su jornada laboral, Violeta se
transforma en Lila, y sale al escenario e interpreta sus éxitos como si realmente
fuera ella. Al descubrirla, Blanca ve en Violeta el instrumento perfecto para
que Lila vuelva a ser Lila. Pero la pregunta es: ¿quién es Lila?
A
partir de aquí, comenzará el verdadero trabajo de Violeta, un trabajo que no
solo ahondará en los vericuetos de la identidad de Lila, sino de la suya
propia. A pesar de las reticencias del principio, Lila acepta el reto y, a
fuerza de ensayos compartidos, modelando una y otra vez la voz y los
movimientos de sus videoclips, e intercambiando enfados, confesiones, risas y
lágrimas, Violeta, poco a poco, le irá enseñando a ser nuevamente Lila. Todo
parece volver a la normalidad, hasta que, de pronto, una confesión de Lila hecha
ante Violeta, remueve el velo que cubría su verdadera identidad; y es que, de
pequeña, Lila se dedicó durante años a imitar a su madre, Lili Cassen, una mujer
atormentada que, como tantas otras, quería ser cantante, pero que vio frustrado
su deseo a causa de su adicción a la heroína. Lila, con sus imitaciones en
fiestas de estudiantes y concursos, finalmente, acaba haciendo realidad aquel
deseo frustrado. Poco a poco, comienza a ganar dinero y logra sacar un disco
interpretando como propias las canciones compuestas por su madre. Sigue cantando,
sigue sacando discos y, al final, logra la fama, esa fama añorada por Lili,
pero que Lila no compartirá; sus discos llevarán su nombre: Lila Cassen. “Lila somos las dos”, le dice en una
ocasión a su madre, como forma de dejarle claro que jamás
figurará en los créditos. En medio de aquella vorágine de éxitos, Lili Cassen
vuelve a las drogas. Lila, temiendo que su madre descubra su fraude
públicamente, decide eliminar ese riesgo y, para su cumpleaños, le regala diez
gramos de heroína; al día siguiente, Lili Cassen es encontrada muerta por
sobredosis. Por tanto, a la pregunta de: ¿quién es verdaderamente Lila?, solo
cabe responder que, esta, al igual que Violeta, es tan solo un remedo, el
reflejo de una identidad robada.
Finalmente,
después de aquella confesión hecha a Violeta, Lila vuelve a los escenarios,
pero ahora lo hace como Violeta Cassen, un nuevo guiño a su identidad que demuestra, nuevamente,
que esta no es más que un conjunto de piezas intercambiables y tomadas en
préstamo. Ahora, el interrogante es: ¿quién es Violeta? Violeta es muchas
cosas: es mujer, es camarera, es madre maltratada, es fan. Pero también es Lila,
o Lili, y quién sabe cuántas cosas más. El círculo se cierra con la escena final:
después de un concierto de Lila, Violeta vuelve a su casa y encuentra a su hija
desangrada y muerta en el sofá —horas antes, en una discusión en la que esta
amenaza con quitarse la vida, Violeta solo responde: “Haz lo que quieras”, y se
va—. Al igual que lo hiciera Lila con su madre, Violeta pone en manos de su
hija el arma para quitarse la vida. Ya todo está perdido: su hija, su trabajo, Lila.
Caída ya de la escena, acto seguido, Violeta coge un vestido que Lila le regaló
en una ocasión, se maquilla como ella, se pone los tacones, va hacia la playa y
se detiene en aquel mismo sitio en que Blanca encontró a Lila tirada e
inconsciente. Sin dudarlo, se descalza, camina unos metros y se mete en el mar
hasta desaparecer tragada por las olas.
En
definitiva, un film oscuro y perturbador que ahonda en las entrañas de las
relaciones materno-filiales, en las pérdidas y en sus duelos, y que no hace más
que reabrir la pregunta por la identidad, esa construcción ilusoria e inventada
que no es más que una entelequia, un artefacto que puede armarse y desarmarse
como si se tratara de un puzzle y que no podemos menos que considerar como
perdida desde el origen.
Fernando
Adrian Mitolo ©
Imagen extraida de www.filmaffinity.com
[1] Sigmund Freud, “Una dificultad del psicoanálisis” (1917) - Obras
Completas, Tomo XVII – Amorrortu Editores.
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