De teleoperadores y divorcios


Hace un tiempo, un día de esos en que la musa se decide a tocarnos el timbre y preguntar si puede pasar a tomarse un café, acepté el envite y, tras una charla como pocas, acabé convencido de que nuestra mente es como una lavadora. Puede parecer absurdo, lo sé, pero el caso es que, a día de hoy, sigo pensando lo mismo (para más detalle, ver: “La lavadora de emociones”). Pues, esta misma semana, después de varios meses sin saber sobre su paradero, la damisela ha vuelto a visitarme. Y no sé si fue producto de sus experiencias interpersonales por el mundo o mi debilidad a causa de la fiebre que en esos momentos me aquejaba, la cuestión es que ha vuelto a engatusarme y, tras taladrarme los oídos con sus chácharas, esta vez, ha logrado meterme en la cabeza la idea de que tramitar un divorcio es como dar de baja los servicios contratados con un teleoperador. Confieso que, ni bien me lanzó semejante patujada, mi cara se congeló. Pero, después de resetear mis pensamientos, caí en la cuenta de que, si partimos de la base que, tanto en un caso como en el otro, se trata de cancelar un contrato legal, las comparaciones, al menos para empezar, tampoco estarían tan erradas.

Algunas de esas relaciones contractuales, por lo general las más intensas, son bonitas historias de amor a primera vista, nacidas en plena calle mientras nos cruzamos con una marquesina, o frente a cualquier escaparate en el que se exponen las beldades de ese partenaire ideal y los beneficios que podríamos obtener tras el “enlace”. Otras, son verdaderas pasiones traspasadas de boca en boca, en las que el ímpetu de ese amigo o familiar que nos quiere convencer, llega a enardecer los corazones y los bolsillos de los más incrédulos. Y luego están esos apegos que no tienen ni nombre ni apellido, que no se sabe ni cómo ni porqué, pero que nacen con la ilusión de una alianza para toda la vida, como si aquello fuera a ser una plaza de funcionarios. Pero si algo tienen en común todas estas historias es que, en algún momento, de buenas a primeras, comienzan a desfallecer. Es cuando surgen los primeros contratiempos de los que nos creíamos exentos: las molestas faltas de cobertura, los cortes temporales del servicio de internet sin ninguna explicación, por no decir los errores de facturación, los bloqueos del móvil de regalo —que nunca es de regalo—, o las llamadas interminables de sus “damas de honor” para convencernos, sin éxito alguno, de contratar servicios que saben que jamás vamos a utilizar.

Es entonces cuando, quizás —en algunos esto ni siquiera se plantea—, se nos pasa por la cabeza la idea de romper amarras con ese partenaire que creíamos eterno. No es una decisión fácil, en verdad. Muchas veces hace falta meditarlo, hablarlo con algún amigo o conocido. El caso es que, hables con quien hables, acaba diciendo lo mismo: que hay que aguantar, que son todos iguales, que mejor malo conocido que bueno por conocer, y un rosario de frases hechas y deshechas que no sirven de nada sino para agrandar aún más ese limbo emocional en el que uno está enterrado. Porque el quid de la cuestión es que sabes perfectamente que tienes que darte de baja, pero… tienes miedo de las consecuencias. Te asusta el riesgo de quedarte solo y sin móvil, te agobia la cantidad de trámites que tienes que hacer, te da pereza el volver a comenzar de cero o encontrarte con otro operador que te haga volver a pasar por lo mismo o peor, etc. Es así como, entonces, piensas que los otros igual tienen razón, que mejor te quedas como estás, que deberías hacer de tripas corazón y aguantar, que igual la cosa mejora, y que patatín que patatán. Pero lo que también sabes es que estás lleno de bronca, que no quieres saber más nada de sus mentiras y promesas sin contenido, y que, por más que te quieras autoconvencer, tu teleoperador no va a cambiar. Por tanto, tu cabeza se hace un lío, no sabes para dónde disparar y, en el camino, sigues sufriendo. Hasta que, finalmente, das el gran paso y decides romper con todo.

Por lo general, las cosas no acaban muy bien. Tras la decisión de anular el contrato, la cual es siempre unilateral, el teleoperador, de ahora en más “el afectado”, comienza a desplegar sus estrategias manipulativas para retomar el control, evitar el “divorcio contractual” y seguir con la relación cueste lo que cueste. Promesas que sabemos que no se van a cumplir, regalos y premios extras, aumento de beneficios, rebajas en facturas y otras tantas mentirijillas, o, en casos extremos, amenazas de sanciones por compromiso de permanencia sin extinguir, son algunas de sus tácticas para recomponer la situación. Si uno es fuerte y aguanta el embiste, tras unos cuantos días, el plan de recuperación emocional urdido por “el afectado” cesa. Se acepta la separación, se paga lo que se tenga que pagar en caso que así sea y, a la manera de un divorcio exprés, en menos de veinticuatro horas, volvemos a quedar libres y sin ataduras para encauzar nuestra vida digital en una nueva relación comercial. Por lo general, aquí no funciona eso tan habitual que se da en las cuestiones sentimentales y que se llama “duelo” sino que, por el contrario, cuenta más aquello de: “un clavo saca a otro clavo”. 

Hasta aquí, las semejanzas a las que se refería mi musa. Si nos salimos de la vida digital y trasladamos la cuestión a la esfera del amor, en algunos casos —y, afortunadamente, en estos me incluyo—, la comparación apenas es posible. Porque hay veces que ese teleoperador con quien firmaste un contrato de marras que creías eterno, es una de las mejores cosas que te pudo pasar en la vida. Porque hay veces que ese teleoperador que creías perfecto, al igual que tú, tampoco lo era. Porque hay veces que lo que te une a ese teleoperador, va mucho más allá de esa relación contractual. Porque hay veces que la complicidad y los sentimientos que hay entre tú y ese teleoperador son tan fuertes que, incluso en los momentos más difíciles, la decisión de “dar de baja” el “contrato”, ya no es una cuestión unilateral. Porque hay veces que, tras ese paso, si bien hay mucho que se pierde, también hay mucho por ganar. Porque hay veces que la ruptura no está marcada por la bronca o el odio, ni por amenazas o estrategias de manipulación emocional, sino por el cariño construido paso a paso durante tantos años, el agradecimiento mutuo y las ganas de crecer como personas y establecer un vínculo más sano. Y porque son estas cosas las que hacen que, a pesar de la distancia interpuesta por la disolución, la comunicación entre ambas partes no desaparezca.

Dicho lo dicho y para no desestimar completamente a mi musa —suele ser muy sensible y no quiero que se enfade y deje de visitarme—, volviendo a su intento de comparar un divorcio con una baja con un teleoperador, solo puedo decir que, en estos momentos y por lo pronto, hasta que mi vida emocional se recomponga, prefiero quedarme un tiempo “sin móvil”.

Fernando Adrian Mitolo ©

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