Cuando el Diablo se viste de O.N.G.

Algunas reflexiones sobre la encrucijada del falo, la megalomanía de los líderes y su afán de protagonismo y de poder, y el rechazo a la ley del “No todo es posible”.

  
A pesar de que aún queda mucho por hacer en cuanto a la igualdad de géneros, ya nadie pondría en duda la revolución que ha supuesto en nuestra cultura el quiebre de los moldes que encorsetaban a las mujeres a las cuatro paredes de una cocina. Ya nadie tampoco pondría en duda de que aquello era harto necesario, para ellas y para ellos, de que necesitaban salir, gritar y decir BASTA, en definitiva, afirmarse como un sujeto de derecho igual que los hombres para poder así vivir en la igualdad. La pregunta es: ¿a qué tipo de igualdad nos referimos?

Y es que el hecho de estar atravesados por una cultura falocentrista, que ha dictado y aún sigue dictando sus prerrogativas tomando como referencia el “tener” o el “no tener”, tiene sus consecuencias; y no solo para el mal llamado “sexo débil”, sino para los ilusos portadores de “aquello” que, creen, los deja del lado del, también mal llamado, “sexo fuerte”. Porque —por si aún no nos hemos dado cuenta—, si en algo somos iguales los hombres y las mujeres es que, tanto unos como otras, estamos castrados. Aquí, la genitalidad ha operado como un verdadero señuelo; y vaya si en todos estos siglos no hemos picado —y aún seguimos picando— el anzuelo. Para esto, el concepto psicoanalítico de falo, esa palabreja equívoca y escurridiza, y responsable de tantos quebraderos de cabeza, puede echarnos un cabo para entender los entresijos de nuestras miserias cotidianas.

Sin entrar en disquisiciones teóricas —que no son el objeto de este texto— y simplificando al máximo algunos conceptos psicoanalíticos, para el cachorro humano, en cuanto a la sexuación, hay tan solo dos posibilidades a la hora de entrar en el mercado del falo: o se tiene, o se es. A partir del Edipo, niños y niñas deberán disputarse un lugar en el mundo de lo simbólico tironeados por el brillo de ese objeto tan peculiar y atractivo: el pene. Aquí es cuando, para el hombre, cobra todo su valor y su sentido lo ilusorio de lo imaginario, que le hace creer que, por el mero hecho de tener esa “pequeña libra de carne”, entonces “tiene el falo”. De ahí en más, se pasará la vida intentando no perderlo, mantener el tipo a base de que esté siempre firme y altivo, o, si fuera posible, que crezca unos centímetros más —y, para eso, muchos de ellos, se prestan a la mentira de toda suerte de artilugios; el caso es que no decaiga. Y todo porque, desde tiempos inmemoriales, a ese pequeño trozo de anatomía se le ha dado el valor de falo (ver, mito de Príapo), en tanto símbolo de potencia y fuerza. Pero no todo lo que reluce es oro.

Desde esta lógica unilateral y arbitraria (fálica), que hace de ese elemento el elemento prínceps de la sexuación (eso está/ eso no está), a la niña no le queda otra opción más que, dado que no lo tiene, postularse toda ella como ese falo. No lo tiene, por tanto, intentará “serlo”. El caso es que, tanto unos como otras, acabarán enredados en su trampa, esa encrucijada que dice para qué lado hay que ir, cuando en realidad no hay dos lugares sino solo uno: el de la castración. Todos, hombres y mujeres, estamos bajo esa ley implacable. Una ley que proclama que todos estamos castrados, que lo que nos une es la igualdad ante la falta, esa que nos dicta que “el todo” no existe y que, por tanto, hay cosas que no son posibles, que no todo es controlable ni perfecto y, lo más importante, que todos somos mortales. Con eso es con lo que hay que aprender a vivir, ese es el reto: aceptar el dolor de esa verdad. Quien no logre hacerlo, no tiene otro destino que el de vivir en una constante insatisfacción.



Liderazgo y Castración

Pero todo este palabrerío no tendría ningún valor si no pudiéramos ponerlo en relación con algo tan cotidiano como, en este caso, puede ser la cuestión del liderazgo y la dirección de las empresas. Desde siempre, hemos sabido que las instituciones conllevan implícita cierta cuota de sufrimiento (para más detalle, ver “Realidad psíquica y sufrimiento en las instituciones”, de René Kaës). Reglas, normas, diferencias entre lo individual y lo colectivo, renuncia a una parte de placer por otra de seguridad, etc., aportan un sufrimiento que sus miembros deberán soportar como parte del asunto. Sin embargo, cuando se sobrepasan ciertos límites, ese sufrimiento puede rayar lo enfermizo y lo enfermante, convirtiendo el día a día en algo verdaderamente nefasto. Y aquí es donde entran en juego las instituciones (públicas y privadas) dirigidas por personas que no han sabido salir airosas de aquella encrucijada que mencionaba líneas arriba. Personas que han quedado entrampadas en la lógica fálica y cuya posición subjetiva frente a la castración y la falta es de absoluta renegación. Hace días, leí un artículo de Luis Muiño que, precisamente, hablaba sobre la actual problemática a la que se ven enfrentados miles de trabajadores con sus jefes y superiores, y que podría encajar perfectamente con lo que intento transmitir a partir de estas reflexiones.

Tomemos como ejemplo el caso de muchas empresas que comenzaron siendo pequeñas asociaciones y que, con los años, han crecido hasta convertirse en prestigiosas ONG’s pero, lamentablemente, monstruosas. ¿El problema?: direcciones mal gestionadas, mal encaminadas y entrampadas en la “creencia” de tener o de ser ese falo autosuficiente, potente y poderoso que puede, nada más ni nada menos que, falsamente, dar TODO Y MAS. Directivas que piden lo imposible, ya sea rendimientos del 300% o disponibilidades de tamaño 24x365. Instituciones que, desde la creencia obsesiva de sus altos mandos —ya sea en tener o en ser ese falo—, se postulan como una excepción más que como una regla: creen ser LA institución en vez de verse como UNA MÁS, se autodenominan “salvadoras” del resto, “abanderadas” de un cambio imposible o “referentes” de todas aquellas otras instituciones que, desde posiciones mucho menos ambiciosas y neuróticas, hacen mucho más de lo que se cree. Liderazgos enfermizos y enfermantes que rechazan toda posibilidad de confrontarse con la verdad de la castración, que no soportan el latigazo inevitable del error, que se abalanzan sobre todo aquello que pueda darles la posibilidad de destacar sobre el resto —llevándose a la boca mucho más de lo que pueden tragar—, que se visten con oropeles y plumajes de “Todo a 100” haciendo gala de lo que no son, y que utilizan la estrategia de la culpa del otro como forma de no responsabilizarse de sus propias miserias.

Y aquí toman un papel muy importante los líderes y lidercillos de esas instituciones, quienes, anclados en el tiempo verbal del “deberías haber hecho, deberías haber dicho” y sumisos ante el ilusorio discurso del poder que creen tener —otra vez, no se percatan de que el poder se otorga, no se tiene—, “confunden imposibilidad con impotencia”, falta estructural y universal con debilidad individual e insoportable. En definitiva, acólitos del falo todopoderoso e incansable, que se hacen eco de sus propias excentricidades neuróticas y que infunden en sus colaboradores la ley del terror como única estrategia que puede sostenerlos en ese tan peculiar “Teatro de las Mentiras”. Eso sí, nunca dudan en trasmitir a viva voz su Misión, Visión y Valores, palabras y más palabras que no dejan de ser más que un manojo de buenas intenciones plasmadas en sus estatutos y que son desterrados de un plumazo con cada una de sus acciones. Aquí, al igual que en las películas con defectos en la sincronización del sonido, el movimiento de la boca no coincide con lo que se dice. Nada más gráfico.

Para acabar, me gustaría citar una de las tantas frases lapidarias de Jacques Lacan, esa con la que sentenció que “Amar es dar lo que NO se tiene a alguien que NO lo es”, en síntesis, que es dar al otro (tan castrado como uno) nuestra propia falta, ofrecerle nuestra propia castración. “Te daría lo que no tengo por verte feliz”, dicen algunos, y, efectivamente, ¿quién no lo ha dicho o pensado alguna vez? Pues eso y no otra cosa es lo que, día a día, ofrecen los trabajadores de esas tan renombradas instituciones a las personas a las que atienden o a sus familias. Ni la mentira de una atención perfecta, ni la falacia de una supervisión constante y sin posibilidad de error. Es, por el contrario, su falta, su verdadera humanidad —con todo lo que ello implica—, lo que les ofrecen —y es que no se puede ofrecer otra cosa más que eso, mal que les pese a sus líderes. Quiera Dios que, algún día, despierten de ese sueño fálico y puedan, de una vez por todas, “hacer con lo que no se tiene” o “ser con lo que no se es”, que puede ser mucho.



FIN

Fernando Adrian Mitolo ©
   
       

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