La habitación de los soldaditos


Para mi amiga B.R.B.

 

1
 Si de algún pecado debería haberse arrepentido Carmita “la cubana”, hay que decir que ella nunca se dio por enterada. Ajena a los picotazos cargados de veneno que, día sí y día también, le asestaban sus vecinas —y, para no faltar a la verdad, hay que decir que para envidia de muchas—, ella siguió en sus trece untándose el cuerpo con la miel de sus deslices.  Hasta que la vida hizo lo que tuvo que hacer, le tocó el turno de colgarse el cartelito de CERRADO sobre las grietas de sus arrugas —desgastadas ya de tanto desparpajo— y, entonces sí, el barrio, por fin pudo descansar. Para no crear un revuelo en el avispero, el que no de crédito a lo que voy a contar —porque en estos asuntos cada cual es libre de administrar sus creencias como quiere—, que se lo pregunte a don Javier, el cura del barrio, que después de tantos años de plegaria malograda y confesiones de infierno con aquella mujer, acabó dando su alma por perdida —la de ella y la de él— y, completamente desquiciado, cambió las hostias y el vino de misa por el ron y las tragaperras de Ca´ Ñoño.
Quienes la vieron llegar aquella mañana de agosto — ya hace de esto muchos años—, sudando y escupiendo polvo sahariano por donde ni a Dios se le ocurriría escupir, cargada con cuatro paquetones llenos de trastos y, como si fuera poco, con dos perros con cara de resignación atados a cada una de sus muñecas, nunca imaginaron que, detrás de esa sonrisita del color de las mariposas, se escondía la que sería la mayor pervertida de la barriada. Dicen las malas lenguas —que de esas aquí hay muchas— que vino del polígono de Arinaga, aunque eso nunca quedó muy claro debido a los desplantes y escupitajos de hiel que la cubana le regalaba a quien, amablemente, se atrevía a preguntarle algo. Lo que sí repetía era que estaba hastiada de tanto ventarrón del sureste y que buscaba un cambio de aire; el caso es que, más allá de los dimes y diretes, la mentada Carmita acababa de tener una mala experiencia laboral con un bigotudo sesentón que respiraba aires de editor, y eso, al parecer, la habría empujado a echar mano de su enamorado, un pobre cristiano que no sabía a lo que se enfrentaba metiéndola en su casa. Así que aquel día se levantó temprano, sacó a sus perros, recogió sus trastos, cerró puertas y ventanas a cal y canto y, dejando atrás su mala racha y sus desvelos, puso rumbo hacia esa nueva vida. Lejos estaba de imaginar que aquello se convertiría en el más jugoso de sus descubrimientos y, al mismo tiempo, en una verdadera perdición para sus apacibles vecinos. 

2
Todo comenzó a los pocos días de llegar. No se sabe si el deseado cambio de aires le acabó removiendo los sesos o si algún gen se le había atravesado en las neuronas, pero la cubana estaba como si la hubiese poseído el espíritu del “Comandante”. No había hora ni minuto del día que de su boca no saliera una orden o un decreto. Por todo protestaba, a toda hora, a diestra y siniestra, y a cualquiera que se le cruzara por el camino, lo primero que le escupía era un espantón. Y claro, el que pagaba los platos rotos al precio más caro era su enamorado. Todo tenía que hacerse como ella quería. Que si el florerito del recibidor no me gusta, que si la alfombra del salón junta mucha mierda, que si esta figurita me la quitas, que esta vitrina ya la podrías vaciar un poco…, y así todo el santo día. Hasta que una mañana que estaban haciendo limpieza y aquella se puso brava por un adorno:
—Esto se tira, mi amol. ¿Pa’ qué guardas tanto tareco? Ay…, quita pa’ llá —arremetió Carmita, poniendo cara de asco y sacudiendo un matojo de hierbajos secos que había dentro de un jarrón en una de las habitaciones.
El mentado adorno, si a eso se le podría haber llamado adorno, era realmente un verdadero horror. Pero ya se sabe, cada uno tiene sus gustos y manías. El caso es que el bendito de su novio —que para que reaccionara y levantara la voz por algo había que soplarle espirulina por las orejas—, ese día no se acobardó, juntó fuerzas y, con su estilo, le plantó cara:
—¡Deja eso ahí, Carmita, por favor! —contestó, con su habitual calma y sus manitos en los bolsillos—. Para algo ha de servir, cariño, ya verás. Si quieres te hago un huequito aquí para tus cosas, pero eso no me lo tires.
Ella, cojonuda como pocas, hizo oídos sordos a la melaza verbal del teldense, insistió con que no tenía lugar, que le hacía falta más espacio para guardar “sus cositas” y, ni corta ni perezosa, tiró aquel revoltijo de ramas al tacho de la basura con jarrón y todo. Con el correr de los días, lejos de calmarse el temporal, la cubana fue tomando más confianza; sus ínfulas de “Señora” acabaron por subírsele del todo a la cabeza y, entonces sí, osó meterse con lo que no se tendría que haber metido. Al parecer, en uno de los arrebatos territorialistas de Carmita, para no aguantar sus arengas, el hombre habría decidido cederle uno de sus feudos más apreciados para que allí montara su rinconcito literario y se dejara de protestar —porque hay que decirlo, Carmita escribía, y muy bien—. El teldense tenía varios de esos dominios diseminados por toda la casa: vitrinas con maquetas de edificios antiguos, estantes repletos de colecciones de coches de carrera, vitrinas con esculturas hechas de legos y tantas cosas más; el caso es que aquel era uno de sus favoritos: la habitación de los soldaditos de plomo. Por eso, el día que la cubana estaba acomodando parte de sus petates en aquella habitación y él la vio lanzarse escopeteada hacia la estantería de los templarios, entonces sí, respiró hondo, se hizo la señal de la cruz y, rapidito para que no se le trabara la lengua y no fuera a ser que la otra aprovechara para darle vuelta a la tortilla, le dijo:
—¡Eh, eh, eh!, ¿dónde va usted, cubanita? Vamos a ver, para que las cosas te queden claras de una vez: esta es tu casa, y como tal puedes disponer de ella como te venga en gana. Puedes remover alfombras, adornos que no te gustan, meter aquí, sacar de allá, pero eso sí, por nada del mundo se te ocurra hacerles nada a mis soldaditos. Te lo pido encarecidamente, a ellos no los toques.
—Pero, ¡qué va!, ¿cómo se te ocurre? ¡Que no, mi niño! —retrucó enseguida Carmita, roja como un pimiento al verse pillada en quien sabe qué perrería—. Pero, ¿qué les voy a hacer yo a estos? Tan solo iba a mirarlos, nada más —mintió, y por dentro estaba que echaba fuego.
En ese momento, el hombre se tragó la trola. Por lo que ese fue el principio del desastre. Y para muestra, un botón.

3
El primer signo lo tuvo un sábado por la mañana mientras limpiaba la susodicha habitación. Carmita estaba entretenida quitando el polvo de encima de una estantería cuando, de pronto, escucho un cuchicheo que venía de detrás de una maquetita. Sorprendida, dejó el trapo sobre el respaldo de una silla, afinó el oído y, al acercarse, otra vez el mismo murmullo. Algo mosqueada ya, intentó descifrar lo que decía aquel extraño corifeo. Se acercó aún más hacia la maqueta, pegó la oreja directamente sobre el estante y entonces lo oyó, clarito como si hubiese tenido puesto un Sonotone: “¡Putaaaaaaa…, putaaaaaa!”.
Como si de repente le hubiese hecho efecto un laxante, a la pobre le dio un apretón tan intenso que ni tiempo le dio de llegar al baño. Cuando se quiso dar cuenta, se había ensuciado las bragas, las piernas y las zapatillas, ¡nuevitas y recién estrenadas! Indecisa ante tamaña desventura, la cubana se quedó unos minutos encerrada en el lavabo hasta que, asfixiada por los vapores, finalmente optó por salir disparada hacia la cocina para contarle a su novio aquella experiencia sobrenatural. Cuando se apareció en la cocina, con las piernas combadas para no empeorar la situación y chorreando aguas por los cuatro costados, el hombre se echó las manos a la nariz para apaciguar el hedor a calamares fritos que había inundado todo el recinto. Tosió, amagó una arcada y le dijo:
—Pero, ¿qué te pasó, cariño?
—No sé, me dijeron puta.
—¿Eh? ¿Qué dices?, ¿quién te dijo puta? —y ya se estaba poniendo violeta de tanto aguantar la respiración.
—Tus soldaditos, los que están detrás de la maqueta de la iglesia de Teror.
—Mi vida, ¿cómo va a ser eso? Habrá sido de la calle. Ven, ven para acá…, o no, espera, ve a lavarte primero, que yo te preparo una menta poleo en un pis pas y me cuentas mejor.
Carmita no tuvo más remedio que hacerle caso y, con la cara desencajada —no se sabe si por la vergüenza o por lo que catalogó de desprecio por parte de su hombre—, enfiló para el baño de servicio, habida cuenta de que el principal estaba más que inutilizado. Cuando regresó, limpita y perfumada, y vestida como una nena de quince, se tomó la tila y, tras mucho batallar, finalmente, el hombre acabó convenciéndola de que aquello habría sido una trastada de algún chiquillo en la calle, que se dejara de preocupar. Ella le dijo que sí, que seguramente tenía razón, pero en su fuero interno sabía que el autoengaño no le duraría mucho. Y así fue. Al otro día, ni bien él salió para el trabajo, Carmita entró a la habitación de los soldaditos para coger una libreta. Temerosa de enfrentarse a una nueva experiencia paranormal, miró de soslayo hacia la estantería de “aquellos guarros” —así los había bautizado—, y, más rápido que consciente, revolvió dentro del cajón del escritorio hasta dar con lo que buscaba. Cuando estaba a un paso de la puerta, escuchó:
—¡Ey!, cubanita...
Pero esta vez, lejos de arredrarse —y lejos de volver a ensuciarse—, Carmita abrió los ojos de par en par, tomó coraje, respiró y se dio vuelta para ver cuál de aquellos energúmenos la había llamado. En eso que se aproximaba a la estantería, adivinó un minúsculo movimiento. Se acercó, frunció el ceño para afinar la vista y lo descubrió: era el que estaba detrás del abanderado, subido a un caballo y apuntando al infinito con una escopeta. Vaya uno a saber qué pensamiento se le cruzó a Carmita por la cabeza, pero decidió seguirle el juego, adivinando que detrás de tanta parafernalia digna de Cuarto Milenio, seguro que había chicha:
—Ah, ¡conque tú eres el graciosito, mi amol!
Al ver y oír a la cubana tan cerca, y al oler su perfumito de mariposa traviesa —eso lo habían pescado ni bien verla—, el batallón de partisanos se entusiasmó al unísono y se removió en sus salsas. El de la bandera, se puso a ondearla como si se estuvieran rindiendo; uno que apuntalaba un cañón, pegó tres gritos al cielo como si la cubana hubiera sido una aparición de la mismísima Virgen María y se puso a traquetear el armatoste para arriba y para abajo simulando disparar; el que estaba a la derecha del encabalgado, se puso a reptar como una pitón, al tiempo que, debido a la fiereza del revolcón, el casco que le coronaba la cabeza se le despegó y rodó derechito hacia el borde de la estantería; y así, cada uno fue poniendo su toque a esa tan peculiar coreografía, a excepción de uno, precisamente el que estaba encima del caballo y que había dado la voz cantante, que esta vez no dijo ni mu y se puso todo colorado y se quedó quietito como una lechuza.
Carmita, astuta como una zorra —y en esto no hay segundas—, aprovechó la debilidad del partisano de plomo y, ya envalentonada, lo cogió con una mano al mejor estilo King Kong con Jessica Lange. El soldadito se revolvió como queriendo escapar, pero la cubana apretó el puño para retenerlo. Él entendió el mensaje y se dejó llevar. Ella, que a todo esto ya se había armado una historieta de las suyas en la cabeza digna de una Blancanieves y sus siete enanitos en versión XXX, se puso a susurrarle cositas al oído. Y claro, por más de plomo que fuera, con tanta guarrería tropical, al soldadito se le subieron los calores y se puso a sudar. “Ya lo decía yo, que esta era una fresca”, dijo para sus adentros el partisano, imaginando el festival que se iban a pegar él y sus camaradas con la cubana. Pero al miliciano, la bravura le duraría lo que una lechuga al aire libre, porque con lo que no contaba era que aquella, más que fresca, era una verdadera bomba.
Dicho y hecho: aquella noche, como el teldense había venido del trabajo con una modorra que no se la quitaba ni Dios, en cuanto acabó de cenar y enfiló para el dormitorio y se puso a roncar, la cubana, que a esas alturas estaba haciendo el paripé simulando escribir un poema para un tal Manolito Díaz, se levantó de la silla como un resorte y se fue directo para la estantería:
—Hola, mi amol…, ¿qué tú haces? —le dijo al del caballo, y se pasó la lengua por los labios mientras le acariciaba la escopeta.
El encabalgado, tan atrevido que parecía, agachó la cabeza ante la audacia de Carmita y la miró de reojo, entusiasmado pero a la vez con cierto resquemor en el cuerpo, al ver cómo la caribeña le regalaba morritos y carantoñas que anunciaban la inminencia del tan ansiado festival:
—Pues aquí…, aquí estoy, bellezón —le contestó él, todo tembloroso, y le hizo señas a uno que estaba en la otra punta y que empuñaba una bayoneta para ver si lo sacaba del apuro.  
Y así estuvieron los unos y la otra durante más de media hora, obsequiándose halaguitos cargados de libido insatisfecha que pugnaba por un merecido consuelo. Hasta que la cubana no aguantó más tanta bobería, cogió a unos cuántos soldaditos con las manos y les dijo que ahora iban a saber lo que era la felicidad.
Para no entrar en pormenores, solo puedo decir que, aquella noche, los gritos y gemidos de la cubana se hicieron oír hasta la playa, donde está la mismísima estatua del Neptuno. Menos mal que el sueño del novio era pesado como un elefante, porque si no, quién sabe lo que habría pasado. El caso es que ella aprovechó los favores de Morfeo y se dio el lote como hacía años no se lo daba. Al de la bandera lo dejó con los brazos al revés, mirando uno para cada lado, y con la cabeza despegada. El del cañón, de más está decir que apenas participó, habida cuenta del tamaño del arma que portaba, cosa que a la cubana no le pasó desapercibida y, apenas la vio, dijo: “Esto, pa’ cá”, y se la encasquetó por donde ya uno se lo puede imaginar. Cuando le tocó el turno al que reptaba, en un primer momento, Carmita se estrujó los sesos; hasta que se le encendió la lamparita y se dio cuenta de que el mejor partido que le podía sacar era pidiéndole que le hiciera la viborita. Y, en verdad, hay que decir que fue digno de ver, aunque no de escuchar. ¡Con qué ahínco se aplicó aquel partisano!, entrando y saliendo, para arriba y para abajo, adentro y afuera y con la cadera para un lado y la cadera para el otro, al son de los grititos de Carmita que no paraba de decirle:
—Sigue con la viborita, sigue con la viborita, mi amol.
A todo esto, el dueño de casa seguía inmerso en las profundidades del letargo, durmiendo a pata suelta y soñando que su amada Carmita le pedía matrimonio a la vez que le juraba fidelidad absoluta. En fin, es lo que tienen las jugarretas del inconsciente.
Mientras el de la viborita acababa su faena y la cubana tomaba aire para recuperarse, el de la bayoneta se puso a zapatear. Y es que ver tanto jolgorio y no poder participar... Así que Carmita simuló hacerse la distraída para alargarle el suplicio, al tiempo que, para sus adentros, imaginaba la recompensa que le iba a dar —y “se” iba a dar— en cuanto lo cogiera. El hombre, corpulento como ninguno de los otros camaradas, siguió con el zapateo, cada vez con más bríos, cada vez con más ímpetu, hasta que la estantería pegó un cimbronazo, la bayoneta dejó escapar un estampido, algún que otro partisano disperso perdió el equilibrio y se cayó y, entonces sí, la cubana dejó de hacerse la sueca:
—Pero, ¿qué tú haces, mi amol? Que tu mamasita está acá… ¿Tú no sabes que el que ríe último, ríe mejor? —le dijo con sorna, y miró de reojo al del caballo.
Cuando el jinete —que a todas estas y a pesar de haber dado pie a aquella orgía castrense todavía no había probado las mieles de Carmita— escuchó lo que dijo la cubana, abrió los ojos como dos huevos duros y tembló de solo pensar que, al final, el listo de la bayoneta iba a ser realmente el último en “descargarla” y él se quedaría con las balas adentro. Carmita se percató de la zozobra del jinete y, al ver que no había cogido la ironía, se enterneció. Le guiño el ojo, le acarició la entrepierna, le susurró una palabrota al oído que le sacó una sonrisa timidona y, acto seguido, se hizo la loca, lo dio vuelta para que no mirara y empuñó al de la bayoneta.
A estas alturas, el fiestorro llevaba ya más de tres horas. Los vecinos no daban crédito a tanto alboroto y a punto estuvieron de tocarles el timbre y llamar a la municipal. Como si aquello fuera poco, los perros ladraban como si fuera la última vez, los bebés del barrio se retorcían en las cunas y ya ni lágrimas les quedaban de tanto llorar, los insomnes no sabían ya cómo hacer para no escuchar los gritos de Carmita, y los que apuraban la noche intentando hacer alguna travesura de madrugada despertando a quien tenían al lado, ni bien oír semejante concierto de alaridos, se quedaban petrificados con el juguete a medio despertar.
Lamentablemente, no tengo tiempo para extenderme y relatarles el espectáculo que dio el de la bayoneta. Solo puedo decirles que cuando la cubana probó las cucamonas de aquel hombrecillo, pensó que estaba en el paraíso y, para echarle sal al asunto, se hizo la desmayada. Él, iluso, se creyó la patraña, y como nunca había podido experimentar la fantasía de “la muertita”, le echó hombro al asunto y siguió un rato con la faena. Hasta que la cubana se cansó de estar quieta, pegó un par de gritos acumulados y se lo quitó de encima. Entonces sí, fue hasta la estantería, dio vuelta al del caballo, lo miró fijo y le dijo:
—Ahora sí. Te toca, mi amol.
Aquello fue el acabose. Tanto, que el novio se despertó. Se levantó sobresaltado, intentando situarse entre tanta jarana. Al rato, después de un par de bostezos, se dio cuenta de que el jolgorio venía de la habitación de los soldaditos. A duras penas, caminó hasta la puerta, la abrió, y cuando vio la que había montada ahí adentro, tuvo que dilucidar si estaba en su casa o en las mismísimas tierras de Sodoma y Gomorra.
Uno diría que ahora viene la parte en que él se encabrita, empieza a dar gritos y golpes a todo lo que encuentra, y saca a aquella pervertida de un empujón y la pone de patitas en la calle. Pues no. Pasmado ante el tenor del espectáculo, cerró la puerta, volvió a su habitación, se echó en la cama, cerró los ojos y ahí se quedó. Cuando Carmita lo fue a despertar al día siguiente como si nada hubiese pasado, el pobre hombre ya no respiraba y estaba más duro que un ladrillo. El informe del forense acabó por decir que murió de susto. A pesar de las leyendas populares, no existen muchos casos; pero que los hay, los hay, y este fue uno.

4
A Carmita, el luto le duró ocho días. Cuando el cura la vio en la parroquia y le dijo que ahora debía guardar la compostura y dar el ejemplo ante el Señor, a punto estuvo de soltar una risotada. De todas maneras, le hizo caso al sacerdote y, a duras penas, se abstuvo de compartir sus ardores con los soldaditos. Pero, como he dicho, la abstinencia le duró tan solo ocho días. Cuando aquella noche escuchó el relincho del caballo y el taconeo del de la bayoneta, mandó a tomar por culo al cura y a Dios y María Santísima y enfiló derechito hacia la habitación. Lo que sucedió ahí dentro, lo dejo a vuestra imaginación. Solo puedo decirles que ese jolgorio se repitió noche tras noche durante más de treinta años. A pesar de los intentos de la barriada de acabar con aquella pervertida, no hubo ni denuncia ni amenaza que pudiera frenar tanta lubricidad. Carmita siguió en sus trece, untándose el cuerpo con la miel de sus deslices, hasta que la vida hizo lo que tuvo que hacer, le tocó el turno de colgarse el cartelito de CERRADO sobre las grietas de sus arrugas —desgastadas ya de tanto desparpajo— y, entonces sí, el barrio, por fin descansó.

FIN
Fernando Adrian Mitolo ©
Septiembre de 2017



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