Pecados mortales
Si hay una frase de
mi difunto padre que quedó grabada en mi memoria como un lastre, es
aquella con la que cada noche martilleaba los sesos de mi madre, de
forma cansina y como si en ello se le fuera la vida, y que yo, con la
oreja pegada a un vaso de yogur apoyado sobre la pared que separaba
nuestros dormitorios, escuchaba a modo de diversión antes de que el
sueño finalmente me venciera. Me encantaba oír su retahíla
quejumbrosa. Recuerdo que la repetía a modo de ritual, con la falsa
ilusión de que haciendo eso, por el mero hecho de machacarlo una y
otra vez, encontraría la solución a sus agobios —los reales y los
imaginados—, que en verdad no eran pocos. “No
veo la luz, Coquita, con esto no veo la luz”,
le decía a mi madre en cuanto se metía en la cama, con el sonido
metálico de los violines de Radio Clásica de fondo —nunca entendí
por qué no se compraba una radio como la gente si tanto le gustaba
esa música—, y ahí empezaba el festival. Porque ahí no quedaba
la cosa, sino que ese era el pistoletazo de salida para que mi madre
le respondiera como una autómata con su inservible rosario de
palabras sacadas de sus lecturas de autoayuda, esas con las que a mí
también me castigaba cuando se daba la ocasión, y que lo único que
sacaban de bueno era que mi padre insistiera con su frase con más
ahínco todavía, mis risotadas aumentaran hasta el punto de dolerme
las costillas y que, como era de esperar, mi padre acabara
durmiéndose derrotado por la indiferencia soterrada de mi madre y el
sopor que le producía tanta palabrería.
Y no es por desestimar el
valor de sus peroratas —las de mi madre, quiero decir—, o por no
reconocer que aquella sarta de palabrejas sin sentido eran realmente
para alquilar balcones —que lo eran, sí, se los puedo asegurar—,
pero repito: lo mejor de todo aquello, el verdadero motivo de tan
perverso cotilleo y tanta carcajada a viva voz, era escuchar la frase
de mi padre: “No
veo la luz, Coquita, con esto no veo la luz”, pronunciada
una y mil veces hasta el cansancio, con voz trémula y cada vez más
apagada, y sin otro resultado que el de nuestro cruel desparpajo.
Pero claro, cómo iba a imaginar yo en esa época teñida de
inocencia que aquella frase que tantas risotadas me arrancó y que
dio rienda suelta a mis más acalorados jolgorios, acabaría con los
años convirtiéndose en el peor de mis castigos. Pues sí, porque
como si de una verdadera condena perpetua se tratase, el suplicio en
el que estoy hundido desde hace dos décadas, no es más que la pena
con la que, quizás, algún día, acabe redimiendo mi pecado; un
pecado que no es otro que el haber hecho yunta con mi madre para
burlar la palabra de mi padre, un pecado mortal en toda regla y que,
como tal, no podía quedar impune.
Todo comenzó la
noche del veintitrés de octubre, hace hoy exactamente veinte años,
cuando se me ocurrió emular, esta vez en serio, aquella resabida
frase de mi padre delante de mi esposa. Es verdad que las
circunstancias me jugaron en contra —o al menos eso quise creer
durante mucho tiempo, ya que eso me absolvía de toda
responsabilidad—. El caso es que por aquella época yo estaba
sumido en un verdadero caos, en todos los sentidos: mi trabajo era un
caos, la relación con la gente que me rodeaba era un caos, mi mente
era un caos, todo en mí era un caos. Esa noche, ni bien mi esposa y
yo nos acostamos, con el niño ya dormido y con la tranquilidad y el
sosiego que nos transmitía el adagietto
de la 5ª sinfonía de Mahler que sonaba en Radio Clásica —eso sí,
con un sonido no tan latoso como aquella vieja radio de mi padre—,
de pronto, tuve la imperiosa necesidad de proferir la eterna frase de
mi padre. Pero, como he dicho, esta vez, a diferencia de otras
tantas, no lo hice para bromear a su costa o para hacer gala de sus
desvaríos nocturnos, sino porque realmente así lo sentía. Me
envolvió una intensa sensación de déjà
vu: mi
esposa y yo en la cama, el niño al otro lado de la pared —¿quizás
escuchándonos?—, la radio, mi devaneo mental. “No
veo la luz, Julieta, con esto no veo la luz”,
recuerdo que le dije, atosigado por aquella jauría que corría
desatada dentro de mi cabeza. Y ese fue mi gran error. Julieta no era
mi madre y, muy por el contrario, al ver que aquello iba en serio, se
dispuso a escucharme.
Recuerdo que dejó el libro que estaba leyendo
sobre su regazo —que, por cierto, no era de autoayuda—, se giró
hacia mí, me tomó de las manos y me pidió que me sincerara y le
contara lo que me estaba ocurriendo, que ya hacía varias semanas que
notaba que algo no iba bien. Por unos segundos dudé; pero al fin,
así lo hice. Una tras otra, le confesé todas y cada una de mis
tribulaciones, mis temores y mis miedos más horribles, esos de los
que nunca le había hablado y que no cejaban en el intento de
manipularme; le detallé mis extrañas sensaciones corporales, mis
obsesiones con los cables, y lo más vergonzoso, al menos para mí,
le conté lo de las voces que me atosigaban cada día, a toda hora y
en todo lugar, y que me dejaban exhausto hasta el punto de querer
morirme. Y en medio de cada frase, las palabras de mi padre, como si
fuera él mismo quien hablaba en mí: “No
veo la luz, Julieta, con esto no veo la luz”,
le repetía, una y mil veces. Julieta me escuchó como nunca nadie lo
había hecho; ya hubiese querido mi padre que mi madre lo hubiera
escuchado de esa forma, o al menos con el mismo respeto.
Al cabo de casi una
hora, yo dejé de hablar. Me sentía vacío, como si me hubiese
quitado de encima el peso de un gigante. Julieta se removió en la
cama, se acomodó su camisón y, entonces, rompió su silencio. Con
la cara cubierta de lágrimas, las manos temblorosas y una sonrisa
que denotaba lo mucho que me amaba, me dijo:
—Sé que con esto
corro el riesgo de perderte, pero no podría vivir en paz si, por ese
vil egoísmo, te privara de la posibilidad de ver la luz.
—¿A qué te
refieres? —le pregunté yo, algo confuso.
Fue entonces cuando
me dijo lo que, según ella, debía hacer para encontrar lo que
buscaba; lo que no sabía, claro está, era que no sólo estaba a
punto de perderme para siempre sino que, con su sentencia, acababa de
enviarme al mismísimo infierno.
Por eso, maldigo el
momento en el que decidí dar el paso y meterme por los cables de la
luz. Porque aquí estoy, atrapado hace veinte años en medio de este
gigantesco laberinto sin salida, que no es otro que la red eléctrica
del Palacio de Correos, lugar en el que por entonces trabajaba; un
enrevesado e infinito manojo de cables y caños oxidados por el que
me interné, a escondidas y al abrigo de curiosos que pudieran
delatarme y echar al traste mi empresa, para ver si, por fin, veía
la luz. Y la vi, claro que la vi, pero no fue lo que esperaba. Es
imposible hacerse una idea del horror en el que vivo. Solo puedo
decirles que, después de tantos años sometido a este entorno tan
hostil, en el que a cada segundo se producen a mi lado miles y miles
de descargas eléctricas con destellos y fulgores inenarrables, el
castigo se me hace cada vez más insoportable. Sé que no me queda
mucho tiempo; la ceguera avanza a pasos agigantados y las pocas
fuerzas que me quedan ya no me dejan ni siquiera esquivar las
esquirlas. Por lo pronto, solo me resta rezar, rogar a Dios que la
espera no sea demasiado larga y que, finalmente, el pecado por haber
burlado la palabra de mi padre me sea redimido.
Marzo de 2017
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