La broma absurda
Capítulo XIII - La cara oculta de doña Erlita
—¡Buenos días, doña Gelita!, ¡al fin se despierta!
—Uffff, qué resaca…, ni que me hubiese tomado una botella
de ron. Esto es por lo que me dio el zanguango ese de la Cruz Roja, y tan
tontito que parecía. Ay, Erlita, usted no sabe los colocones que me pegué yo en
La Habana con la mulatona de la pensión. No sabe cómo echo de menos a bomba de
azuquita…, ¿dónde estará esa zorra?
—se lamentó Rogelia, ajena a los bajos deseos de la costurera y como si
ésta estuviera al tanto de sus arrebatos lésbicos en la isla caribeña.
—¿Qué es eso de la bomba de azuquita, Rogelia?, ¿un dulce
típico de allá? Es que ayer dijo lo mismo, “Ay, mi bomba de azuquita”…, ¿qué
es?, dígame —preguntó a la vez doña Erlita, haciendo gala de su más bella
indeferencia como si no intuyera de qué iba la cosa, pero retorciéndose por
dentro de solo imaginar a su “Gelita” revolcada con la cubana.
Fue entonces cuando Rogelia cayó en la cuenta de que se le
había ido la lengua:
—Déjelo así, doña Erlita, es una historia larga, algún día
se la contaré —dijo Rogelia, sonrojada, como para salir del entuerto.
—Bueno, cuando quiera —respondió la otra, algo molesta, con
una cara que denotaba alivio y, a la vez, su morbosa curiosidad instisfecha—.
Por cierto, anoche llamaron de la clínica; dicen que el Benigno quiere verla.
—¿A quién?
—A usted, ¿a quién va a ser? Al parecer está arrepentido
por todo lo que le hizo. Yo mucho no entendí porque el hombre me hablaba con
unas palabras muy raras así que en un momento desconecté y la cabeza se me fue
quién sabe dónde. Decía algo así como…, espere que recuerde, dedales, retales,
eso, retales, retales obsesivos, y también nombró algo de unas ideas, megafo…megatoma… megamólamas,
algo así…
—Ay, Erlita, por favor, qué ignorante que es usted, eh, me
va a perdonar. El hombre, que imagino que sería un médico o un enfermero, habrá
dicho rituales, no retales, y ese trabalenguas que tiene enredado en la boca y
no acaba de salir debe ser “megalómanas”. Pero bueno, seguro que no sabe ni lo
que es eso de…
—Pues no, Rogelia, la verdad que no sé —interrumpió
Erlita—, doctora no soy, y usted tampoco, así que no se me haga la inteligente
ahora. Yo de esas cosas raras no entiendo nada. A mí hábleme de agujas, botones
y ruedos, que de eso le doy una masterclass; del resto, mejor no saber.
—Si, eso, mejor ni saber —repitió Rogelia, haciendo caso
omiso de la reacción de la costurera—. Aunque, ahora que lo dice, ¿qué habrá
querido decir el doctor con eso de que el Benigno está arrepentido por todo lo
que me hizo?, ¿usted sabe algo?, ¿qué me habrá hecho ese desgraciado? ¡Mire la
duda que me metió ahora en el cuerpo, Erlita, como si no me bastara con lo que
tengo!
—¿Qué?, ¿qué tiene? —preguntó doña Erlita.
—¡Cómo qué cosa! ¡Le parece poco salir del avión
arrastrándose como una víbora y gritando a bocajarro que soy una puta! Ay, doña
Erlita, ¡qué nerviosa que me pone! Hala, ¿por qué no se va para su casa?, que
ya me ayudó bastante con irme a buscar al aeropuerto, traerme hasta aquí,
prepararme la tila y todo eso. Vaya a descansar, venga, que seguro que además
tiene ruedos que coser o botones que colocar. Yo ahora necesito estar traquila
y descansar. Además, quiero ir a ver al tarado ese de mi hijo, a ver qué es eso
tan importante de lo que está arrepentido. Hala, venga, váyase tranquilita que
cuando yo la necesite la llamo —le dijo, y como si de pronto la poseyera el
espíritu de una santa, se le abalanzó, le cogió la cara con las dos manos y le
soltó: —Ay, Erlita, deme un beso, vamos, que usted no sabe cómo la quiero, ¿qué
haría yo sin una vecina como usted? —y empezó a relamerse los labios y a
acariciarle la entrepierna.
—No, si a usted lo de hacerse la víbora le queda pintado —respondió,
dolida, la costurera—. ¡Y quite, quite, vaya a tocar a las plantas! —y se sacó
la mano de Rogelia de encima—.
¿Sabe qué? Ahora veo que el Benigno tenía razón con eso que decía. Y,
¿sabe una cosa?, que no se lo voy a decir. Mejor exprímase la cabeza,
retuérzase esos rulos que tiene y a ver si entre esas costras de mugre le salta
la liebre y adivina. Hala, a estar bien; saludos a su hijo y a su nuera. Ah… y
tenga cuidado, cuando llegue a la clínica no se haga la anaconda, no vaya a ser
que la dejen adentro —le espetó, disimulando su dolor con enojo, y, con
lágrimas en los ojos y un repentino deseo de masturbarse, salió disparada hacia
la puerta jurándose a sí misma que nunca jamás le dirigiría la palabra. Y así
fue, porque esa tarde, Rogelia, salió para no volver.
Continuará…
Fernando Adrian Mitolo ©
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