La broma absurda

Capítulo 9 - De huevos y laxantes

  
—¡Qué decís, pibe!, ¿que tu vieja se fue a Cuba con un ruso? Mirá la jovata…, y parecía pelotuda —dijo, asombrado, el seudo chamán.
—Pelotuda no sé, pero si de algo estoy seguro es de que se lo voy a hacer pasar de muerte. Usted me entiende, ¿no?

Y, efectivamente, como lo prometido es deuda, Benigno hizo gala de sus cada vez más pulidas técnicas de visualización y, entre mantras y humaredas de sahumerios de sándalo dulce, le hizo pasar las de Caín a la pobre Rogelia. Solo un apunte, para picar: ni bien llegar al aeropuerto de Barajas, en pleno trámite de embarque frente al mostrador de Air France y con el ruso pegado a su lado como una lapa, Rogelia salió disparada hacia el centro del lounge y se puso a dar vueltas como un darviche. De más está decir que las caras de Yerober, el ruso, no daban abasto para aplacar semejante desparramo de movimientos y palabrotas —porque la cosa, encima, no paró ahí y, al son de sus volteretas, Rogelia gritaba: “¡Soy una puta, soy una puta!”—. En fin, que hubo espectáculo asegurado por un largo rato, pero todo eso y la pertinente odisea cubana que vino después serán comidilla para otro momento.

El caso es que, mientras el ruso forcejeaba con uno de los vigilantes de seguridad del aeropuerto —que no sabía ya cómo calmar el desparpajo de Rogelia—, Lurdita estaba encerrada en uno de los baños de la clínica psiquiátrica desde hacía más de cuarenta minutos, sentada en el inodoro y llorando como una Magdalena mientras intentaba expulsar lo que, según ella, tenía adentro del estómago. Detrás de la puerta estaba Arantxa, una enfermera vasca que acaban de contratar y que ya se estaba sacudiendo del cuerpo las pocas pulgas que tenía:

—Vamos, venga…, lárgalo de una vez, menos llorar y más concentración, que yo me he perdido los sanfermines y no digo ni mú —le decía, con los brazos en jarra y con una cara de mala hostia que ni la directora de la clínica se hubiera animado a acercársele.

De pronto, las lágrimas de Lurdita cesaron y empezó a recitar una especie de saeta malagueña. No se sabe si era la acústica del baño o qué, pero aquello resultaba indescifrable. Así estuvo durante unos cinco minutos hasta que, ya cansada de afinar el oído, Arantxa acabó asegurando que Lurdita estaba, otra vez, bajo los efectos de un ataque de lenguaje neológico:

—A ver si tú le entiendes algo a esta niña, porque lo que es yo… —le dijo la vasca a otra de las enfermeras que acababa de aparecer, y aprovechó para largarse.
—¿Qué le pasa, corazón? ¿No ve usted que sola no puede? ¿Quiere que entre y le ayude con esa caquita? —insinuó Melissa “la coloncha”, una colombiana más dulce que la caña de azúcar pero que, en esa ocasión, lo único que recibió fue un: “¡Vete a la mierda!”, por parte de Lurdita.
Menos mal que en ese preciso momento sonó el timbre y Melissa tuvo la excusa perfecta para retirarse, porque siendo como era, no hubiera parado hasta que la otra le haya abierto la puerta:
—¡Señor Benigno! ¡Gracias a Dios! —prorrumpió Melissa, al ver su inconfundible silueta tras el cristal de la cancel, y no le daban las manos para destrabar la cerradura—. ¿Qué tal? Aquí, no muy bien. Su novia está metida en un brete…, en el baño, para ser más precisos. Por cierto, qué bien le queda el fricassé en el pelo, me gusta más que…
—¡Qué pasa con Lurdita!
—…el alisado que se hizo la semana pasada. Este lo hace más joven. Eso sí, el color de la sombra que se puso hoy no me gusta nada nada… ¡gris topo!…
—Melissa, venga, déjese de ñoñerías, ¿dónde está Lurdita?
—Esos colores ya no se usan, señor Benigno. Mire, mire aquí —y la colombiana levantó la cabeza con los ojos cerrados, enseñándole los párpados—, ¿ve?, ¡celeste pastel! ¡Este sí que está de moda! —y no acabó de decir la última palabra que, tras propinarle Benigno un empujón que casi la tira la suelo, este ya había desaparecido.

Acalorado, recorrió los pasillos de la primera planta sin éxito. Y es que a Lurdita le gustaban los baños de la segunda. Y en especial el que quedaba al lado de la escalera —en el que estaba en ese momento—, porque decía que desde allí nadie la vigilaba y que, por la noche, podía besuquearse tranquila con El Mirlo. Entre una cosa y otra, Benigno tardó unos cuántos minutos para dar con el escondite y unos cuántos más para que Lurdita, por fin, se dignara a dejarlo entrar:

—¡Pasa, pasa, que ya está! —le dijo con voz suave.
Apenas traspasar la puerta, Benigno se encontró a Lurdita con medio brazo dentro del inodoro, revolviendo como si se le hubiese perdido quién sabe qué cosa, y diciendo:
—¡Soy mamá, soy mamá! ¡Mira!
Y menuda sorpresa se llevó al ver lo que Lurdita tenía en su mano: un huevo de color blanco y con pintas negras del tamaño de una aceituna picual.
—¡Era verdad! —alcanzó a decir Benigno, y se desmayó.

Finalmente, tras debatir si aquello había sido un milagro o el resultado de una verdadera sugestión al estilo de las histéricas de Breuer, el huevo resultó ser un huevo duro de codorniz que Lurdita se había tragado entero la noche anterior. Y peor aún porque, al parecer, “la prole del Mirlo”, como ella la llamaba, no fue de uno sino de seis. Para no arriesgarse a que Lurdita repitiera el mismo espectáculo, las enfermeras —hay que decir que a propuesta de la vasca—, le administraron un laxante para que así expulsara los cinco huevos restantes.

Lo que no se sabe es si fue mejor el remedio o la enfermedad, porque el caso es que, desde que Lurdita evacuó el último huevo, no paró de llorar y se negó a levantarse de la cama y a comer. Tanto es así, que el médico le ha diagnosticado una “depresión post parto”. ¡Y Rogelia en Cuba!

Continuará…

Fernando Adrian Mitolo ©

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