La maldición de Tutan-Ramón


      
Cuando el gran reloj de arena que había sobre el estante de mármol de Carrara agotó su áspero contenido, el Faraón dejó atrás su imaginería meditativa, se levantó del suelo, acomodó el pliegue que su cuerpo había dejado sobre la alfombra, se restregó los ojos cubiertos de lágrimas y se dirigió a darle la vuelta para que el fino polvo comenzara una nueva carrera contra el tiempo; así, una y otra vez, ese era el ritual que acompañaba sus horas de aburrimiento. Pero no era el único. Ya de pequeño, atormentado siempre por extraños pensamientos y obsesiones que ni él mismo se explicaba, se atrincheraba bajo una extensa capa de liturgias y manías hasta el punto convertirlas en su tabla de salvación para enfrentarse a los rigores que le imponía el mero hecho de vivir.
Una de sus favoritas era la de repetir series de números y jeroglíficos mentalmente, alternados de manera sistemática y para luego escribirlos con la punta de una rama de abeto sobre una tabla cubierta de harina de centeno, en el mismo orden en el que se los había recitado y todo de un tirón. Decía que con eso entrenaba su memoria y que si lo hacía como realmente debía, esto es, cada seis horas desde las seis de la mañana y hasta las doce de la noche, se salvaría del castigo de Osiris, aquel que, según él, había caído sobre su abuela materna por culpa de su obstinado desorden.
Antes de que dieran comienzo los ritos de las doce del mediodía y de las seis de la tarde, sus vasallos debían tenerle preparados un tazón de caldo de berros y un plato mediano, nunca grande, de arroz blanco sin condimentar. Todo tenía que tener su justa medida: treinta y tres hojas de berros frescos para el caldo y doscientos veintisiete granos de arroz para la guarnición; ni más, ni menos. De beber, un vaso de agua fresca recién sacada de la fuente del Tenerife, un valle cercano a la Gran Pirámide de Arinaga, su pueblo natal, ese del que nunca salió y en el que, a día de hoy, se dice, descansan sus cenizas. Cuando ya todo estaba dispuesto, ordenaba a sus siervos que lo dejaran a solas, que cerraran a cal y canto las puertas de su alcoba, y les advertía que no se les ocurriera abrirlas por nada del mundo, ni siquiera si se despertaba el Siroco, hasta que él no diera por cumplido su ritual. Una vez estos se retiraban, entonces se sentaba en loto sobre la alfombra de rafia que cubría el centro del habitáculo y comenzaba la liturgia: colocaba la taza de caldo en un ángulo de cuarenta y cinco grados y a dos palmos de su rodilla izquierda; luego cogía el plato de arroz y lo colocaba de igual modo pero del lado de su rodilla derecha; y por último el vaso de agua, exactamente al frente y en línea recta con su nariz de bull terrier, y a trece pulgadas desde la punta de sus pies. Solo entonces, comenzaba a orar para recibir, por fin, la bendición de su dios protector. Para ello, elegía la “Letanía de Ra”; aunque eso, a la vista de las circunstancias, tenía truco.
Según los restos de un papiro encontrados en la tumba de un noble con aires de monarca, el texto que él recitaba no sería el texto original de la plegaria. Al parecer, una noche, habiéndose bebido un brebaje de hierba huerto y leche de cabra recetado por una sacerdotisa de la que recibía favores carnales dos veces a la semana —las malas lenguas dicen que aquello era un potaje para enamorarlo—,Tutan-Ramón tuvo un arrebato y, desafiando al mismísimo Ra, ordenó a un sirviente con dotes de escriba que trabajaba a su servicio —a quien años más tarde mandó a emparedar por haberse equivocado y haberle puesto quince granos de más en la medida del arroz— a reformar el texto de la letanía a su medida, ya que, según aseveraba, él sería el sucesor de Ra: “¡No ven que soy Tutan-Ra-Món!, ¡Ra-Mon, ¡Ra-Mon!”, gritaba. Y el escriba así lo hizo. Lo que Tutan-Ramón no sabía era que, con esa osadía, acababa de firmar su propia sentencia de muerte.
Pues bien, así las cosas, el resultado de aquella prepotencia, no fue más que un verdadero remedo:

Tutan-Tutan, Tutan-Ramón
Tutan Tutan, Tutan-Ramón
¡Alabanza a tí, Ra!
¡Alabanza a tí, Ra!
Poder Supremo, Poder Supremo
Tutan-Tutan, Tutan-Ramón

Y así la recitaba, con voz trémula y con el ojo derecho puesto en blanco, como si en ello se le fuera la vida, porque así y solo así, aseguraba, recibiría el efecto de la bendición divina.
Quienes alguna vez lo vieron, por supuesto que so pena de ser descubiertos y por ende ajusticiados, una vez en trance, la repetía tres veces: la primera del derecho, la segunda del revés —nadie entendía de dónde había aprendido semejante habilidad— y la última otra vez del derecho. Sólo entonces, se disponía a comer: una cucharada de caldo y una de arroz, una cucharada de caldo y otra de arroz, hasta acabarlo todo, para luego beberse el agua de un solo sorbo ya que, según decía, si no lo hacía de ese modo, le crecerían veinte pelos de color violeta alrededor de cada una de las orejas. Y es aquí donde, según los historiadores, la historia del Faraón de Arinaga acabó torciéndose del todo. Haciendo caso a una leyenda que de leyenda poco tiene, se sabe que, gracias a su tenacidad con sus rituales, Tutan-Ramón habría logrado eludir aquella maldición capilar y otras tantas que lo amenazaban día a día. Sin embargo, de la que no se salvó fue de la maldición de Ra.
Le llegó bajo la forma de una mujer. Un día, mientras se afanaba en cumplir con uno de sus rituales matutinos que consistía nada más ni nada menos que en darle brillo a su pertinaz calva con un trapo de algodón embebido en betún hecho a base de grasa de oveja, escuchó un silbido que venía de detrás de un ventanuco. Sorprendido por la dulzura de aquel sonido, dejó el trapo encima de un sillón, se dirigió hacia la ventana y entonces la vio. Era rubia, delgada y modosita, y con unos morros del color de las frambuesas que, dispuestos a seducir al Faraón, no dudaron en mostrarle su peor veneno. Sólo le hizo falta una mueca y este, ante semejante provocación, cayó rendido a sus pies. Con la faena de su calva a medio terminar, pegó un salto a través del alféizar y, envalentonado, fue directo a su encuentro. Pero la susodicha, cubana de nacimiento aunque blanca y rubita como el mismísimo azúcar, no iba sola; llevaba consigo a su guardia personal: una gallina bataraza atada a una correa de esparto y un papagayo desplumado que reposaba sobre su cabeza, animalejos que no dudaron en echársele encima al monarca en cuanto vieron amenazada la seguridad de su dueña:
—¡Sooooooo, guajiros! —les regañó la cubana, preocupada por si sus guardianes le echaban la fiesta a perder.
El Faraón, asustado, ensayó un singular aspaviento con los brazos y reculó. La blonda, ajena a ese rasgo de debilidad, solo prestó ojos para otra cosa:
—¡Ño! —dijo para sus adentros—, ¡menudo cuerpazo!
Y, excitada ante tamaña anatomía, a la vez que sosegaba a sus fieras, se abalanzó sobre la calva del soberano y comenzó a chupetearla como si aquello fuera una piruleta de mamey. El caso es que, tras cuatro lengüetazos, se dio cuenta de que en vez de mamey aquella calva embetunada parecía un cóctel de regaliz:
—¡Puaj!, ¡puaj! —espetó la forastera venida del trópico, y se puso a echar escupitajos a diestro y siniestro, maldiciendo a todo dios por el amargor que se le había metido en la boca.
Al verla como se había puesto, el Faraón comenzó a balbucear y no tuvo mejor idea que empezar a atosigarla con halagos, no sin cierta exageración, para ver si así se le pasaba el enojo. Pero la cubana seguía en sus trece, de modo que, tirando de la correa que sostenía el cogote de la gallina y pegando un berrido que no hizo menos que hacer saltar por los aires las pocas plumas que le quedaban al papagayo, arrió con vehemencia a esos dos pobres bichos con ínfulas de gendarme y, sin pensarlo, se esfumó sin dejar rastro por donde había venido.
El Faraón, atónito ante semejante desparramo de furia y enormemente frustrado por ver escapar de sus manos ese pedazo de dulce sin apenas haberlo probado, no pudo menos que aceptar la derrota y, una vez más, como tantas otras veces, volvió con el rabo entre las piernas, se encerró nuevamente en su ego y se dispuso a saciar sus bajos ardores a costa de sus rituales. Lo que no sabía, era que la ira de aquella caribeña no se había quedado ahí. Esa misma noche, movida por el profundo asco que le había producido el betún —de hecho, seguía con ese regusto a regaliz en la lengua—, se encomendó a su pasado abakuá, cogió nueve hojas de salvia, las envolvió dentro de un trozo de papel con el nombre del Faraón escrito en tinta china y, acompañada de la gallina y el papagayo, se fue para el cementerio. Una vez allí, buscó una tumba abandonada, colocó el papel con las hojas de salvia sobre la tierra, se puso en cuclillas y, conjurando al Barón Sandí, cagó encima del paquetito y luego lo enterró. El efecto fue inmediato: apenas si le dio tiempo de llegar a su cabaña, airosa y satisfecha y con el paladar libre de todo amargor, que el majestuoso Tutan-Ramón, aquel que se había atrevido a desafiar al mismísimo Ra, tuvo que hacer a un lado su caldo de berros al ver que tras un sonoro eructo, comenzaba a salirle por la boca una enorme plasta de excrementos.

FIN

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