La broma absurda

Capítulo XII - La vuelta a España

 

    —Dejate de joder, Beni, ya te lo dije: si abusás de estas cosas, te vas a arrepentir —profetizaba el santero en medio de la humareda que había montado Benigno, mientras este no paraba de agitar las virutas de palo santo.
    —Quita, quita, que esta no me la pierdo —decía Benigno, al tiempo que la cara se le contorsionaba, visualizando a Rogelia en medio de otro ataque de posesión diabólica frente al mostrador de Air France en el aeropuerto de La Habana.
    Y es que Rogelia era fuerte, pero con la debilidad que llevaba en el cuerpo con tanto revoltijo de emociones, la pobre no pudo resistir al embrujo del malvado Benigno que, a diez mil klilómetros de distancia, la seguía martirizando como si fuera una marioneta.
    —Quédese tranquilo, señor —le decía la empleada, tras un mohín suspicaz, y la otra revoleaba aún más la cabeza ante semejante descaro.
    —¡Soy puta, soy puta! —decía gimiendo, al tiempo que un voluntario de la Cruz Roja la sentaba en la silla de ruedas, para llevarla de una vez por todas a la puerta de embarque y acabar con semejante bodeville.
    Finalmente, la aventura habanera acabó y Rogelia volvió a Madrid con el rabo entre las piernas y más desquiciada que cuando se fue. Y es que no todos los finales son como en las peliculas de Hollywood. Al menos no para ella. Una vez en Barajas, lo primero que vio al traspasar la puerta de salida después de recoger las maletas, fue la cara compungida de doña Erlita. Una verdadera sorpresa, si vamos al caso, habida cuenta de la envidia que al parecer le tenía la costurera —aunque nunca hubiera demostrado ni un ápice de tan vil sentimiento—, por “ese precioso rulerío”, decía, refiriéndose a la mata de pelo que Rogelia ostenteaba sobre su incrustada y ajena cabeza. En fin, al final uno nunca sabe por dónde pueden salir las liebres.
    El caso es que Rogelia, todavía un poco atontada por el efecto de los Lorazepam que le hizo tragar el de la Cruz Roja diciéndole que eran “pastillitas para el mareo”, en cuanto vio a doña Erlita se espabiló y, como si de una aparición se tratase, se le abalanzó como una fiera y la empezó a besuquear en el cuello al tiempo que le decía: “ Ay, mi bomba de azuquita, mi amol”.
    —Bienvenida, Gelita —dijo la costurera, seca y con cara de asco, intentando contener el ímpetu de aquel desenfreno con olor a bajas pasiones—. Baje las revoluciones, que el horno no está para bollos. Quite, venga, se lo diré así, sin mucho aspaviento pero sin vueltas. Ha pasado una desgracia: el Benigno está internado en la clínica aquella, la de los locos, con la Lurdita. Parece que de tanto juguetear con esas cosas raras, que si humos, que si piedras de cuarzo, acabó más chiflado que ella. Y ahí los tienen a los dos, amarraditos a una cama de matrimonio que les montaron en una de las habitaciones, dicen que para evitar que hicieran una locura, valga la redundancia, delirando como santa Teresa de Jesús y asegurando que ahora los dos van a tener un hijo del Mirlo. ¿Qué será eso del Mirlo? ¿Usted sabe algo?
    Rogelia, aturdida frente a semejante recibimiento, acabó desplomada en el suelo. Pero esta vez, en vez de revolear la cabeza, empezó a reptar por el lounge del aeropuerto como si fuera una verdadera boa constrictora, esquivando a diestra y siniestra a los que, azorados, no daban crédito ante tan singular espectáculo, y vociferando como siempre: “soy puta, soy puta”.
     Uno se podría preguntar cómo era posible que, estando internado el artífice de aquellos frenéticos arrebatos, Rogelia volviera a ser presa de uno de ellos. Y es que, a fuerza de tanto reprender a Benigno sin éxito, al santero le dio por probar aquella fruta prohibida y, en medio de una humareda con olor a ruda y maderas del Himalaya, se puso a invocar a sus más avezados poderes de visualización. El caso es que aquella tarde, no se sabe bien cómo, pero su pensamiento se le iba continuamente hacia la selva del Amazonas. Y claro, parece que lo único que veía eran árboles y serpientes, mezclado con alguna que otra palabreja que le había oído proferir a Benigno cuando jugueteba a ser brujo. Al principio intentó desviar la atención hacia algo más personal, pero viendo que ese día no estaba con todas las luces, se dejó llevar, y así fue como la pobre Rogelia acabó convirtiéndose en una serpiente con aires de prostituta.
    Lamentablemente, este fue solo el principio de la nueva odisea que le esperaba a la madrileña. Solo decir que, una vez la rescataron de aquel inesperado arrebato, doña Erlita se la llevó para su casa, le preparó una infusión de tila con cascaritas de naranja y miel, y esperó a que se durmiera, mientras en voz baja le decía: “ay Gelita, mi linda Gelita, usted no sabe lo que daría yo por tener esa cabellera encima de mi cabeza”, al tiempo que le acariciaba los rulos y se restregaba la pierna contra el borde la cama.



Fernando Adrian Mitolo ©

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