El secreto de la escalera
Dedicado a Margot
Julián trabajaba como peón de limpieza en un edificio señorial del barrio
de Salamanca desde hacía casi quince años. Hasta ese entonces, nunca había
tenido problemas ni ningún altercado con nadie. Hombre de pocas palabras pero
cordial y siempre imbuido en su trabajo más que en cuestiones de pasillo,
Julián era considerado un empleado ejemplar, “uno como pocos”, decían
algunos.
Hasta que algo sucedió aquel verano de dos mil quince: una situación
personal, repentina e inesperada —la cual, sin embargo, intuía—, que hizo que
Julián dejara de ser quien era, que pareciera otro y que afloraran sus peores
fantasmas. Lo que no sabía en ese momento y que sabría más tarde, era que ya
hacía años que había desaparecido, que llevaba mucho tiempo desdibujado, casi
borrado entre un amasijo de identidades ajenas, y que ya era necesario
despertar, volver a ser él.
Una mañana, después de limpiar una de las escaleras principales del
edificio, uno de los vecinos se le acercó y, con respeto pero con un tono al
que Julián no estaba acostumbrado, le pidió que lo acompañara. Julián cerró la
portezuela del armario en donde guardaba los productos de limpieza y salió:
—¿Pasó algo, don Federico?, ¿algún problema? —dijo, asustado.
—Eso me lo dirá usted, Julián —respondió, secamente, el vecino.
Tras llegar al borde de la escalera, el hombre alargó el brazo y señaló
uno a uno los escalones que iban hacia la primera planta:
—Pues ya me dirá usted qué significa esto, Julián.
Julián hizo un gesto con sus ojos, los levantó en señal de sorpresa, como
si verdaderamente no hubiese sido él el responsable de aquel desaguisado, y
dijo:
—No sé qué decirle, don Federico. Está claro que no me di cuenta…, ya
sabe que…
—Ya veo que no se dio cuenta, Julián. Por eso, coja las cosas y limpie
todo esto, rápido, que en breve comenzarán a bajar y subir los demás
propietarios. Y, por cierto, que no vuelva a pasar, por favor.
Julián, avergonzado, fue rápidamente hacia el cuarto de limpieza, cogió
el cubo, lo llenó de agua, luego fue a por trapos, y volvió a la escalera.
Mientras quitaba los restos de barro y demás desperdicios que había incrustados
en cada uno de los quince escalones que llevaban a la primera planta, su cabeza
giraba como un carrusel intentando comprender qué le había sucedido para dejar
aquello de esa manera. Se preguntaba cómo era posible que hubiera quedado todo
tan sucio después de haberlo limpiado como siempre lo hacía. El caso es que
aquella no fue la única vez y, desde ese día, como si de un dios ex machina
dispuesto a burlarse de él se tratase, cada vez que intentaba limpiar, Julián
ensuciaba más y más las escaleras.
A las pocas semanas de ese primer incidente, finalmente, lo despidieron. Julián
aceptó la decisión sin oponerse, pero aún no lograba dar con el verdadero
motivo de aquella inusual situación. Sin rendirse, comenzó un intenso
peregrinar por diferentes edificios y comunidades de vecinos. Fue un camino que
duró años, plagado de angustia ante una evidencia que escapaba a su control, y
que siempre terminaba con el mismo resultado: un par de semanas a prueba para
ver cómo se desempeñaba, hasta que la paciencia de los propietarios se agotaba
y decidían pararlo, así una y otra vez. Pero fue necesario caer al fondo, lamer
con su lengua el limo de aquel río turbulento en el que se había convertido su
vida, para que, por fin, dijese basta e intentara hacer con ella algo
diferente, algo distinto.
Una noche tuvo un sueño. Flotando en una especie de vacío estelar que
despedía un hedor insoportable, había una inmensa escalera de mármol que
parecía no tener fin, completamente sucia y llena de desperdicios. En la base
de aquella escalera estaba él, Julián, contemplándolo todo y siendo, a la vez,
observado por sus propios ojos desde un punto exterior encima de su cabeza. En
determinado momento, Julián se dispuso a limpiar la escalera. Cogió el cubo, lo
llenó de agua, luego fue a por los trapos, el detergente y la fregona, y, con
esmero, comenzó a lavar el segundo escalón. Le dedicó varios minutos, mimándolo
y acariciándolo con el trapo, una y otra vez, quitando toda impureza, todo resto de suciedad, para luego
enjuagarlo con agua limpia y perfumada, hasta dejarlo reluciente. Y así siguió
con el tercero, con la misma rutina, el mismo esquema, y luego con el cuarto,
el quinto, el sexto, y todos los demás.
De pronto, ya en lo alto de aquella serpiente escalonada, sintió que los
ojos de su conciencia ubicados por encima de su cabeza lo conminaban a mirar
hacia abajo. Se detuvo un instante y disfrutó de una extraña sensación de
vértigo que lo hizo tambalear. Luego, giró su cabeza hacia la base de la
escalera y, entonces, lo vio. Cientos de escalones asquerosamente sucios,
cubiertos de mugre reseca y derramando su inmundicia por los bordes. Descendió con su mirada hacia la base de la
escalera y fue repasando los escalones de uno en uno, hasta llegar al primero,
el más sucio de todos, cubierto de una gruesa capa de suciedad, polvo y
excrementos antiguos. De repente, una fuerte arcada lo despertó y, de un
sobresalto, se encontró sentado en su cama, llorando.
En ese momento, un instante de
lucidez le hizo saber que aquel sueño le había dado la respuesta que estaba
buscando: esa escalera era su vida. Una vida repleta de sueños, anhelos y
deseos, amores intensos y personas queridas, hobbies y aficiones, obligaciones
y responsabilidades, cada uno de ellos representado por un simple escalón. Pero
allí también estaba él, ese elemento esencial y básico en su propia vida, sin
el cual todo lo demás no tenía sentido. Y él era ese primer escalón, ese que
descuidó durante años para dedicarse a limpiar todos los demás, con mimo y
esmero, como si con ello se asegurara la felicidad. Una felicidad que siempre
se descubría exigua, efímera como el humo, y que, ni bien era conquistada,
rápidamente, acababa cubierta de mugre, esa misma mugre que él mismo arrastraba
desde aquel primer escalón, para acabar contaminando con ella a todos los demás.
Al día siguiente, se levantó
temprano. Fue a la solana y cogió el cubo, lo llenó de agua, fue a por los
trapos, la fregona y el detergente, y luego se dirigió hacia la escalera que
iba a la segunda planta. Observó uno a uno los escalones, se detuvo un instante
en los restos de polvo y suciedad acumulada, y se dispuso a limpiarlos. Se
arrodilló frente al primer escalón, cogió uno de los trapos, lo embebió en agua
y, lentamente, empezó a quitar las manchas y costras secas arrumbadas allí por
años. Y así estuvo durante horas, acariciando la superficie deslucida de aquel
peldaño como si fuera su propia piel. Hasta que, de pronto, de forma tímida, el
brillo del mármol comenzó a devolverle el reflejo de su cara avejentada. Julían
comenzó a sonreir, al tiempo que frotaba con el trapo cada vez con más fuerza,
con más brío. Poco a poco, su imagen fue haciéndose más clara: ¡allí estaba
él!, cual Narciso reflejado. Al verse, lloró; lloró de alegría. Una vez limpio
aquel primer escalón, miró hacia arriba y recorrió uno a uno el resto de peldaños. “Ahora sí”, se dijo, una vez de pie, “ahora sí es hora de comenzar a limpiarlos”.
Fernando Adrian Mitolo ©
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