El regalito de Martita

Basado en hechos reales

Mal que le pesara a mi madre, nunca pude evitar el aburrimiento que me producían los domingos, y sobre todo ese sopor que se instalaba por la tarde, cuando la comida y los deliciosos postres hechos por ella —lo único que yo disfrutaba—  ya no eran más que un trámite olvidado y la excusa perfecta para que la parentela al completo que nos visitaba todos y cada uno de los fines de semana, se pusiera a tono con sus rutinas domingueras de rigor: las mujeres, a criticar a quien cuadrara, y los hombres, a hincharse a café y hablar de futbol, todo ello amenizado por las fumarolas de sus asquerosos cigarrillos.

Por fortuna, yo tenía una vía de escape que me salvaba de toda esa parafernalia vespertina: mi primo Nacho, otro superviviente de aquellas infumables tardes de domingo. Era el hijo de mi tío Roque, hermano de mi madre, un pan de Dios a quien tampoco le iba mucho todo aquello pero que, por no entrar en guerra con la parienta, hacía como si le gustara y aguantaba el tirón como podía.

Nacho y yo nos llevábamos solamente unos meses y, desde siempre, fuimos como carne y uña, para lo bueno y para lo malo. Recuerdo que ese día, ni bien lo vi entrar por la puerta del conventillo y subir las escaleras de madera hasta mi casa, supe que la tarde sería especial; y vaya si lo fue. La nota nos la daría Martita, una niña que también solía venir los domingos a visitar a sus parientes, unos que vivían en la casa de abajo. Estos y los padres de Martita eran amigos de la familia, por lo que, una vez acababan de comer —hay que decir que sus almuerzos eran mucho más frugales que los nuestros—, subían y se sumaban a la tertulia. La diferencia entre Martita y nosotros era que ella no oponía ninguna resistencia a todo aquello. Igual le daba ir a un parque que al colegio, o lo mismo quedarse jugando en su casa con muñecas que aguantando esas aburridas peroratas de los mayores; a todo decía que sí.

Parecía hecha de miriñaque, blanca como el azúcar y con las manos delgaduchas y huesudas, con un pelo entre lacio y marchito, como su alma, pensaba yo, y que me despertaba mis más perversas fantasías. Para ese entonces, Nacho y yo teníamos doce años y Martita ocho. Recuerdo que cuando la comida acabó y mi madre y mis tías se pusieron con sus cosas — unas a recoger el desquicio que habíamos dejado en la mesa y la otra a fregar—, y al tiempo que los hombres de la familia ya empezaban a hacer gala de su machismo, miré a Nacho y le pregunté que qué le parecía si invitábamos a Martita a bajar al patio con nosotros. En un primer momento, a Nacho no pareció gustarle mucho la idea. Pero se ve que mi cara lo convenció, de modo que, una vez tramitados los permisos necesarios con nuestras madres, bajamos a lo del vecino, hicimos de tripas corazón para aguantarnos la charla con su esposa y con los padres de Martita: que qué tal el colegio, que qué grandes estábamos y todas esas tonterías que dicen los mayores cuando no saben qué decir, y, finalmente, pasamos la última barrera y salimos. 

—Pero no vayan a la calle, eh…, se quedan en el patio —gritó el padre, desde adentro.

Y sí, nos quedamos en el patio, por supuesto. Pero eso no impidió que Nacho y yo hiciéramos lo que teníamos que hacer para convertir esa aburrida tarde de domingo en una tarde inolvidable.

Como era de esperar, la primera media hora se nos hizo eterna. Mientras Nacho y yo correteábamos por el patio y nos inventábamos un mundo trasteando con cualquier cosa que encontrábamos por ahí, Martita nos miraba desde un rincón, sentada sobre un cartón para que no se le ensuciara el vestido y con una cara de aflicción que, con los años, le quedó grabada como una marca indeleble de su infelicidad.  

Pero esa tarde, eso no nos preocupaba. Solo queríamos divertirnos y pasarla bien. Y claro, Martita estaba tan…, era tanto el aburrimiento que… En determinado momento, Nacho se separó de mí y fue hacia la puerta del conventillo. Yo lo miré, sorprendido, y él me hizo un gesto con la mano como que esperara. Entonces me senté sobre uno de los peldaños de la escalera metálica que subía al tanque de agua. Martita, inmóvil, me miraba desde el rincón. A los pocos minutos, Nacho volvió y me enseñó lo que tenía en su mano. Con solo mirarlo, entendí que ahí comenzaba la verdadera diversión. Por supuesto que para nosotros, no para Martita.

Mientras Nacho se disponía a distraerla y preparar el terreno para hacer que todo pareciera normal —para eso él siempre fue más ducho que yo—, yo cogí el “regalito” y me fui hacia un recoveco del patio a buscar en el suelo algo para envolverlo, para que Martita no sospechara. De todas formas, tampoco era tan lista. Luego me daría cuenta de que todos aquellos preparativos no eran tanto para evitar sus sospechas sino que eran parte del asunto, una forma de hacer más consistente la travesura y alimentar así nuestro propio placer perverso.

Al rato, todo estaba listo para el espectáculo: tres envoltorios de caramelos usados —probablemente por nosotros mismos— que encontré en el suelo detrás de una maceta, dos piedras pequeñas de la forma de un masticable Suchard para nosotros dos, y el “regalito” de Nacho, especial para Martita. Envolví uno a uno los tres remedos de caramelo y fui hacia donde ellos estaban. Nacho me miró, cómplice, y Martita seguía con su misma cara de aflicción. Al verla, no pude evitar pensar que, sólo en un rato, esa expresión, esa mueca, estaría plenamente justificada. Y disfruté.

—Toma Nacho —le dije—, el de fresa para ti —y, guiñándole un ojo, le di uno de los “caramelos”. ¿A ti de qué te gusta, Martita? —pregunté.

—A mí me gustan los de limón —respondió ella, sin mirarme siquiera, y con su mohín dibujado en el rostro.

—¡Oh!, pues mira, aquí tengo uno, ¡justo de limón, para ti! —y, mientras rápidamente separaba el otro y hacía como que me lo comía, le dí a Martita su “regalito”.

En ese momento, Nacho y yo nos miramos y, con el corazón en un puño, aguantamos la risa, expectantes a que Martita abriera el envoltorio y se comiera por fin el “caramelo”. Y así lo hizo, sin apenas darse cuenta hasta que lo masticó, lo degustó y lo tragó —porque ni siquiera en esas circunstancias pudo oponer resistencia y escupirlo, por ejemplo—, que aquel caramelo de limón no era tal, sino que era una caca de perro en toda regla, seca y de color gris.

Una vez se lo tragó, Martita nos miró a Nacho y a mí y se puso toda colorada. Creo que fue la única vez que vimos otro color en su cara que no fuera ese blanco pálido y esperpéntico al que nos tenía acostumbrados. De pronto, se levantó y, llorando, se fue corriendo hacia la escalera y subió rápidamente a lo del vecino. Mi primo y yo nos cruzamos de brazos y nos sentamos en el suelo, aguardando lo peor. Pero eso era una moneda corriente, y nunca dejamos de divertirnos por miedo a las consecuencias, por más duras que estas fueran. 

Como era de esperar, Nacho y yo acabamos esa jornada de domingo con el culo colorado como una fresa madura y con una penitencia a cuestas que nos obligaría a no poder salir de casa durante un mes, a excepción de para ir al colegio y/o cualquier otra velada familiar como aquella. Y, en cuanto a Martita, hay que decir que, tras cinco años de aquel infortunado episodio y habiendo pasado por todo tipo de tratamientos y terapias, los médicos todavía no pueden encontrar el remedio para que la pobre deje de ladrar.


Fernando Mitolo ©

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