Ácaros



Hace exactamente treinta y cuatro días que me convertí en ácaro. Nadie lo sabe, ni siquiera Julieta, que no para de llorar por lo que cree fue un abandono repentino por mi parte. Por eso, aún a despecho de su sufrimiento, antes de seguir, quiero pedirles un compromiso: que nada de esto se divulgue, que no llegue al exterior, no quiero ser un fenómeno. Además, necesito protegerme. Temo por esta mísera e insignificante integridad, una entelequia que apenas me atrevo a llamar “vida”, ya que eso, por desgracia, lo considero definitivamente perdido.
 Todo comenzó de manera insidiosa, como si dentro de mi cabeza me hubiesen instalado una máquina de engendrar ideas absurdas, una especie de carrousel como los que reflejan las lámparas infantiles, esos que, vuelta tras vuelta, no dejan de reverberar imágenes, siempre las mismas. Fue así cómo, poco a poco, todas mis neuronas, mis nervios, mis tejidos, fueron adoptando esa nueva realidad que acabó horadando mi cerebro hasta terminar aniquilando por completo mi antigua identidad. Al principio, creí que esa inestabilidad mental era por la proximidad de la boda. Y a día de hoy, no podría asegurar que no lo haya sido. Pero, ¿qué importa ya eso? El caso es que, finalmente, ellos lograron convencerme y, ahora, ya no puedo volver atrás. Lo hecho, hecho está, y solo me resta esperar.
Hacía pocos días que habíamos llegado del viaje de luna de miel. La casa estaba tal y como la habíamos dejado, todo en su lugar. Ni bien entrar, la gata, imperturbable como siempre, nos demostró con su aparente indiferencia el displacer por haberla dejado sola, si bien no tenía por qué quejarse, ya que “sus tías”, como Julieta suele llamar a sus canguros, la habían tratado como a una reina. Pero, con el pasar de los días, algo comenzó a inquietarme. Empecé a sentir que el aire de la casa no era el mismo, como una extraña sensación de ajenidad; y el polvo, ese maldito polvo que sólo yo veía, y que acabó por desquiciarme. Un sábado, un rato antes de salir a almorzar a casa de unos amigos, a pesar del desacuerdo de Julieta, tuve la imperiosa necesidad de ponerme a limpiar:
—No puedo más. La casa huele raro —le dije, tajante, con un tono que ella presintió como un nuevo arranque de mis manías.
—Sí, claro, como no limpiamos nunca —me dijo, no sin cierta ironía.
—No es eso, Julieta, es otra cosa —le respondí, y fui directo a nuestra habitación.

Y, en efecto, ahí estaba el foco de la infección. Eran miles, millones quizá, desperdigados por cada rincón de la moqueta y dispuestos a librar batalla y conquistar, poco a poco, cada centímetro de la casa. La colonia estaba formada por manojos de aproximadamente trescientos individuos, liderados por una hembra bicéfala y ubicados en diferentes puntos estratégicos de la habitación, desde los que custodiaban y planeaban la siguiente emboscada. No les dí tregua. Sin dudar, me dirigí a la solana, cogí el cubo y preparé la mezcla.
—¿Qué haces ahora? —inquirió Julieta, molesta.
—¡Está lleno, ese era el olor! ¿O acaso no lo sientes?
—Lleno…, ¿qué cosa?, ¿de qué hablas, Sebastián?
—Nuestra habitación, Julieta, está infestada de bichos. Hazte a un lado, por favor.
—Pues no te entiendo, de verdad —me dijo, y se dio la vuelta, cogió el abrigo y salió.

Aquella noche, Julieta durmió en el sofá del salón. No era la primera vez que se enfadaba a causa de mis rarezas. Tras dos o tres intentos fallidos, al ver que no daba el brazo a torcer, la dejé sola y me fui a acostar. Antes de meterme en la cama, eché un vistazo por debajo y vi que el veneno había hecho efecto: los manojos yacían deshechos uno al lado del otro y ya habían cambiado de color. Solo había que dejarlos así unas horas más y luego recogerlos, ya muertos.
Pero, de pronto, en mitad de la madrugada y en contra de todas las previsiones, empecé a oirlos crepitar. Me incorporé, me restregué los ojos y asomé la cabeza lentamente por el borde del colchón. Y ahí estaban, otra vez. Miles, millones, apostados como un ejército debajo de mí, dispuestos a subir por las patas del sommier y a punto de colonizarme.
A la mañana siguiente, Julieta entró en la habitación. Su sonrisa delataba que ya se le había pasado el enojo. Pero de pronto, al ver la cama vacía, su gesto se trocó en una mueca de desaliento. Desde donde yo estaba, intenté hacerle señas para que me viera. Grité su nombre con todas mis fuerzas, pero era como si yo no existiera. Rabioso, arremetí una y otra vez contra uno de los barrotes de la cama para ver si, moviéndola, podía llamar su atención. Pero también fue inútil; aquello no fue más que un cosquilleo.
Con lágrimas en los ojos, Julieta abrio la puerta y se dirigió al salón. Oí que hablaba por teléfono con alguien, quizás con la policía, no lo sé. El caso es que ya ha pasado más de un mes y yo sigo aquí, atrapado entre esta hueste de alimañas maloliente, viendo cómo Julieta se deshace día a día y sucumbe ante el dolor por mi supuesta ausencia. Y lo peor es que no puedo hacer nada, tan solo esperar.

Fernando Mitolo ©

Comentarios

Publicar un comentario