La broma absurda

Capítulo 10 - La aventura habanera


Con lo contenta y entusiasmada que se había levantado Rogelia esa mañana, que hasta cantando se despidió de doña Erlita, y se le vino a fastidiar el regocijo justo cuando estaba a poco menos de una hora de poner el pie rumbo al Caribe. Y todo por no haberse afeitado, que no vaya a decirse que el ruso no se lo advirtió. En fin, que no fue más que acercarse al mostrador de Air France con las maletas para que Rogelia, toda envalentonada, se topara con el primer atolladero:


—Lo siento, señor —bien recalcado el: “señor”—, pero este pasaporte no me sirve —sentenció con extremada corrección el empleado de la aerolínea, un jovenzuelo esmirriado como un palo, con el pelo embostado de gomina brillante y las cejas depiladas al mílimetro, al tiempo que le devolvía el documento a Rogelia.

—¿Qué? ¡Cómo que no le sirve! —dijo esta, sorpendida—. Y nada de “señor”. Para usted, “señora” —y miró a Yerober buscando aprobación.

—¿A usted qué le parece, “señora”? —retrucó el jovencito, sin hacer caso alguno al redoble de Rogelia, al ritmo de una caidita de ojos combinada con un provocativo gesto de apertura bucal al final de la frase.

—No sé, por eso se lo pregunto —contestó Rogelia, e hizo exactamente las mismas muecas que el muchacho.

—No te pongas nerviosa, muñeca, que te va a dar otra vez el tic —dijo Yerober, viendo la que se avecinaba.

—Pues se lo voy a decir, “señor” —dijo el empleado, en el tono más correcto que uno podría imaginar, haciendo oídos sordos al comentario del ruso, pero intentando controlar el sofocón que le estaba dando por dentro al ver los músculos de aquel pedazo de maromo—. El pasaporte no me sirve simplemente porque la que está aquí en la foto es una mujer hecha y derecha, y usted…, usted es un…, bueno, usted me entiende… —y acabó su locución echándole una mirada a Rogelia de arriba abajo, a la vez que intentaba obtener la complicidad del eslavo ante lo que consideraba una obviedad.

—Perdón, ¿usted me está llamando travesti?

—No, por favor, faltaría más. Pero —y aquí el joven cambió de actitud—, o me dice dónde se hizo la cirugía o tendrá que comprender que, al ver ese par de bigotes que tiene —y se los señaló con la mano—, me parezca raro y dude de que usted sea la de la foto. No sé si me explico —y otra vez la caidita de ojos y la boca abierta al final de la frase.


A esas alturas, la temperatura de los que estaban detrás de ellos en la fila comenzaba a subir. Bufidos, resoplidos y algún que otro insulto sottovoce llegaron a los oídos de Rogelia, que a punto estuvo de responderlos, pero que tuvo que dejarlos pasar habida cuenta de lo embarazoso de la situación en la que estaba metida. Sin embargo, la compostura le duró lo que un suspiro y, de repente, como si la hubiese poseído el espíritu de la niña del exorcista, se puso a revolear la cabeza como las lechuzas y salió disparada hacia el centro del lounge. Y ahí comenzó otra vez el espectáculo:


—¡Soy puta!, ¡soy puta! —gritaba, mientras danzaba como los darviches y se reía a carcajadas.


Como en ocasiones anteriores, el culpable de tan bochornosa escena era Benigno, que no paraba de darle a las visualizaciones como forma de divertirse a expensas de su madre, y eso que el brujo ya lo tenía más que aburrido diciéndole que acabara de una vez por todas con ese sainete y por lo menos cambiara el repertorio de sus ensayos eidéticos. Pero no, él seguía en sus trece y no salía del: “Soy puta, soy puta”. De más está decir que, ante semejante escándalo, no tardaron ni dos minutos en llegar los guardias de seguridad del aeropuerto. Pues bien, forcejeo va, forcejeo viene, Rogelia logró calmarse y al que casi se llevan en volandas es al ruso, a quien no se le ocurrió mejor idea que hacer gala de sus artes orientales y ponerse a ensayar tomas de Jiu Jitsu a diestra y siniestra. Afortunadamente, al ver que los otros ni se inmutaban ante sus destrezas de salón, él también se tranquilizó, y más todavía cuando les comunicaron que, por orden del jefe de seguridad, debían trasladarlos a una salita en las dependencias policiales del aeropuerto.


Hay que decir que, pese al bochorno, Rogelia logró recomponerse como si nada hubiese pasado, y estuvo tan ecuánime y tan convincente al contarle la verdad del asunto al jefe de los seguritas que este, no solo la felicitó por la valentía y la fortaleza demostrada ante semejante desatino por parte de su hijo sino que, como premio, le permitió viajar en un asiento en primera clase que había quedado libre por la muerte repentina del pasajero. Eso sí, en un vuelo que salía dos horas más tarde.


No vamos a perder el tiempo en contar lo que pasó dentro de aquella aeronave, que fue poco, ya que Rogelia se la pasó casi todo el tiempo durmiendo gracias a los efectos de las biodraminas que se tomó ni bien subir. En cuanto al ruso, poco y nada también, ya que lo único a lo que se dedicó fue a mirarla embobado mientras ella dormía. Lo bueno comenzó al llegar a Cuba, más precisamente cuando salieron del aeropuerto y tomaron rumbo para el Hotel, y vieron que el taxi tomaba un desvío hacia La Habana en vez de seguir en dirección a Varadero:


—Yerober, ¿este hombre va bien?, el cartel que pasamos decía que Varadero es para allá. A mí me parece que se equivocó.

—No, señorita, tranquila, que vamos por donde tenemos que ir —aseguró el taxista, con una calma que a Rogelia la estaba exasperando.

Mientras tanto, el ruso no dejaba de mirar el papel con las indicaciones del Hotel.


Conforme pasaban los minutos, Rogelia se iba poniendo más y más colorada. Y no era para menos viendo que, mientras el taxi avanzaba, el azul del mar se alejaba a pasos agigantados y, en su lugar, las que se acercaban eran unas casas completamente derruídas y unas callejuelas que miedo daba mirarlas:


—A mí este señor no me engaña, nos fuimos para la mierda. Y de Varadero, ¡los cojones! —explotó Rogelia.

—Bueno, señoritos, hemos llegado. Es aquí, justo enfrente. Ahí la tienen: Pensión Varadero Beach.

—Usted me está vacilando —le dijo Rogelia, cuando vio aquel edificio poco menos que en ruinas y decorado con sábanas y camisetas con lamparones tendidas en todos sus balcones.

—A ver, mi amol —prorrumpió el cubano—, aquí dice Varadero Beach, y lo dice bien clarito: ¡Va-ra-de-ro-bich! ¿Lo ve? Clarito, clarito.


Fue en ese preciso momento cuando el ruso no quiso sino que la tierra lo tragase, al comprobar que el Varadero Beach al que se refería ese cartel, no era el del resort ofrecido en la página de internet en la que contrató el viaje, sino el de una pensión de mala muerte, en un barrio también de mala muerte, en los suburbios de La Habana.


En medio del calentón que se estaba cogiendo Rogelia, se les apareció una mulatona de un metro ochenta y con el pelo rojo, con el cuerpo semi cubierto por un top de lamé a tono con esa pelambre y que le llegaba hasta el ombligo, y que dejaba entrever un par de voluminosos pechos bamboleantes, todo ello rematado por una minifalda vaquera que intentaba mantener a raya un culo más grande que un tonel.


No se sabe si fue el susto o qué, pero Rogelia se olvidó de lo que estaba pasando y quedó anodada ante aquel desparramo de carne:


—Ay, mi amol, no me mires así, que me vas a hacer saltar los colores —le dijo la cubana, avispada ante lo que le pareció una mirada lasciva—. Subamos por aquí —les dijo, mientras intentaba coger una de las maletas—, es en el tercero. ¡Ramón!, ven a ayudarme, mi amol, que esta gente está cansada y las valijas pesan, que vienen de España.

Al cabo de unos minutos, el tal Ramón bajó las escaleras —a su ritmo, claro está—, con una copita de ron en una mano y un habano en la otra. Dio el último sorbo a su brebaje y, con cara de poca gana, cogió una de las maletas, la de Rogelia, y dejó que el ruso se hiciera cargo de la suya.


Pues bien, obviando los pormenores de semejante check-in, poco esfuerzo hay que dedicar para saber que la noche en aquella pocilga fue más que abrumadora. Las cucarachas más pequeñas eran del tamaño de un celular. Y el que se atreva a decir que las alas no las usan para volar, mejor que se trague la lengua, porque aquello parecía el aeropuerto. Por no hablar de los mosquitos, que no pararon de zumbar en toda la noche y que no hubo repelente que los echara pa’tras. Tantos fueron los picotazos que sufrió Rogelia que, quien haya oído los cachetazos que se daba contra el cuerpo, habrá pensado que allí dentro se hospedaba una pareja de sadomasoquistas. Eso sí, a todo esto, el ruso apenas se enteró de nada. Ni de los mosquitos, ni de las cucas sobrevolándole la cabeza ni de las autoflagelaciones de Rogelia. No fue más que apoyar la cabeza contra la almohada —por lo demás, con un aroma a pelo sucio que apestaba— que se quedó dormido como un lirón.


A la mañana siguiente los despertó la habanera con un servicio de desayuno por gentileza propia, esta vez ataviada con un top de color dorado que le marcaba aún más la estantería y con la misma minifalda vaquera del día anterior:


—¡Buenos días, mi amol! —le dijo a Rogelia, que no había pegado ojo en toda la noche—. Mira lo que te traje —y le hizo un gesto un tanto confuso en el que no quedaba claro si se refería al desayuno o a lo que había debajo del top—. Uhhh, parece que a tu enamorado lo dejaste exhausto —agregó con picardía y señalando al ruso, que de lo inmóvil que estaba parecía un cadáver.


Rogelia apenas se inmutó por el comentario y, sin mediar palabra, cogió a la cubana del cuello y la metió para adentro de la habitación. Efectivamente, la del Varadero Beach no se había equivocado al pesquisar cierta cuota de lascivia en la española el día de la llegada, porque para Rogelia no fue más que ver a aquella “bomba de azuquita”, como luego la bautizó, para que se le volvieran a despertar sus delirios de amazona en celo. La arrinconó contra una pared que quedaba de espaldas al ruso y, ahí mismo, le zampó un beso con la boca completamente abierta y culebreando con la lengua como si le hubieran dado un electroshock. Y no se vaya a pensar que la habanera se resistió; más bien, todo lo contrario:


—Ay, mamasita, me vas a volver loca con esa combinación de tetas y bigotes a medio germinar —le dijo, mientras aquella, por un lado se restregaba su anatomía de matrona y, por el otro, le hacía pucheritos como para resaltar aún más los cuatro canutos que tenía encima de los labios.

—Quita, quita —le respondió Rogelia, haciéndose la timidona.

Pero la cubana siguió:

—¡Qué va!, eres tan sensual, tienes tanto sex-appeal, que no te cambio ni por el Jorge Perugorría. ¡Aunque se me plante aquí en pelotas, mira lo que te digo!


Así las cosas, Rogelia se envalentonó y se empezó a quitar la ropa interior. De modo que, sin el más mínimo sentido de la vergüenza, se pegaron un revolcón de pie poco menos delante del ruso, quien, por cierto, seguía durmiendo como una marmota.


Ese mismo día, cuando Yerober dio señales de vida, Rogelia lo despachó. Le dijo que no quería saber nada de él, que la noche en vela le había permitido pensar y meditar, y que estaba muy enfadada y deprimida por todo lo que había pasado. Así que le pidió que no insistiera y que pasaran lo que quedaba del viaje como si fueran dos extraños, si era separados mejor, y que no se la pusiera más difícil. “Vete para la Habana, pasea, haz lo que quieras, pero yo no estoy con ánimos para eso”, le dijo. Al principio, el ruso se resistió y se puso rebelde. Pero cuando vio que Rogelia no se bajaba del burro, acabó obedeciendo como un perrito.


El caso es que ni depresión ni nada. Lo que tenía Rogelia era un calentón en toda regla, porque mientras el ruso paseaba por la ciudad, ella, ardiendo como una brasa, apenas si se movió de aquel antro y se la pasó encerrada con esa mulatona de infarto —que por si no lo habíamos dicho, era la dueña de la pensión—, dándose el lote en cuanto catre se le cruzaba por el camino. Pero, nuevamente, el deleite le duró poco. 

Un día, mientras estaban en pleno cacareo orgiástico, sonó el timbre de la pensión. Si lo oyeron, nadie lo supo, porque ni una ni otra acusó recibo y siguieron con la faena como si la cosa no fuera con ellas. Menos mal que estaba Ramón, el empleado, quien, repitiendo el mismo ritual de siempre —con el ron en una mano y el habano en la otra—, bajó la escalera, abrió la puerta y, para su sorpresa, se encontró con tres policías y el ruso detrás, que venía todo sudado después de la rotation que se había pegado por el Malecón:


—Buenas tardes, señor —dijo uno de los policias, con cara de guerra—. Venimos porque ha habido una denuncia por ruidos molestos. Según cuentan los vecinos, desde hace unos días no pueden pegar ojo, y no precisamente por los mosquitos sino por los gritos y gemidos, al parecer, femeninos. Espero que no tenga aquí montado un refugio de jineteras, así que, si nos permite pasar…


Ramón hizo una mueca como si dijera: “A mí me da igual, por mí pasen” y, acto seguido, les hizo de guía —con el ruso detrás como si fuera un escolta—, hasta la mismísima entrada del infierno. Una vez allí, tres golpes bien dados en la puerta y un: “Señoritas, identifíquense, por favor”, fueron más que suficientes para que aquellas dos ninfas largaran de una vez el meneo y se comportaran como Dios manda para dar cuenta de sus pecadillos ante la ley. De modo que, a medio vestir y con los pelos revueltos, Rogelia, que para eso siempre fue echada pa’ lante, abrió la puerta y… ¿cómo acabó todo aquello? Eso, mejor, lo dejamos para otra tertulia.


Continuará…
Fernando Adrian Mitolo ©

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