Horror bajo el calor extremeño

Me abordaron entre cinco, sin compasión, mientras dormía plácidamente al abrigo de un sol de media tarde. Aquel descanso era uno de mis mejores caprichos, merecido, creo yo, después de cincuenta años de duro penar en aquel campo extremeño. Intuyo que lo hicieron a posta, teniendo en cuenta el arsenal de tortura con el que perpetraron su barbarie. Uno de ellos, el más anciano —tendría veinte años más que yo—, parecía ser el jefe. Apenas se ensució las manos y solo se limitó a dar las órdenes desde un costado. Los otros cuatro, como si las palabras de aquel hombre fueran un oráculo, las acataron de cabo a rabo y, entonces, comenzó el horror. Me rodearon por delante y por detrás. Uno al que llamaban Tino, dió el primer zarpazo, caliente, filoso. Lo asestó en el medio de mi cuerpo y no paró hasta desgarrar el trozo de piel. Y luego el tirón. Con ambas manos y sin ningún reparo ante mis súplicas de que parase. El dolor era indescriptible. Mientras tironeaba de mi colgajo, los otros tres me atacaron por la retaguardia. Y entretanto, el viejo a un costado, vigilándolo todo y corrigiendo cualquier posible error. Y todo volvió a empezar: primero el zarpazo, después el tirón y luego el resto. Y así durante más de una hora, hasta que el dolor fue tan grande que cada parte de mi cuerpo quedó totalmente anestesiada. 

Cuando por fin acabaron, recogieron sus cosas y se fueron; así, sin más, sin apenas mirarme y recaer en que me acababan de dejar al borde de la muerte, una muerte horrorosa. De pronto, un insecto se posó sobre mí. Entonces, como si hubiera sido tocado por una varita mágica, desperté de aquel letargo. Y me vi. Fue la peor visión del horror que jamás haya visto. Mi cuerpo, esbelto y firme, había quedado convertido en un espectáculo dantesco. Y, así, el que fuera uno de los tantos ejemplares de alcornoques de la comarca, ahora no era más que un pertrecho desollado. 

Por todos y cada uno de los ejemplares de alcornoque que durante estos aciagos meses de verano, soportaron y tendrán que soportar, estoicos, la sangrienta "Saca del corcho". 

Fernando Adrian Mitolo ©

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