La broma absurda

Capítulo 6 - De brujos y huevos

 


       —Que no, te dije que no, mamá; ahora soy yo el que no quiere, así que ni te gastes en suplicar porque no te la voy a devolver. Y déjame en paz, venga, que estoy ocupado—remató Benigno, sudando como un chivo en celo, y cortó.

—¡Muy bien dicho, pibe, así se hace! Ya era hora de que te dignaras a pararle los pies a tu vieja —le reforzó el santero, un especímen mezcla de Demis Roussos y Rapel, que mientras le echaba en la cara una fumarola de hachis y toscano habanero que casi lo deja tumbado, se acomodaba los collares de coral de plástico que tenía colgados del cuello.

—Y ahora, ¿qué toca?, maestro, ¡esto me está dando un morbo! —preguntó Benigno, al tiempo que se secaba el sudor con un pañuelito de tela.

—Pará, pará, no te entusiasmés, nene, que si no la vas a cagar —le contestó el hombre, y le acarició la melena recién estrenada, lacia y azabache como la crin de un purasangre—. Vos de momento seguí practicando con lo del cuello. Si querés empezá con lo de la boca, pero no te zarpés, dejá lo otro para más adelante, piano piano. Ah, y no me digás “maestro”, que no soy Jesucristo.

—Está bien, perdone. Es que me emociono, ¿sabe? Mi madre me hizo sufrir tanto en la vida que, de solo pensar que ahora el que la tiene cogida por las bolas soy yo, me dan ganas de salir y comerme el mundo.

—Claro, normal... Uhhh, pibe, yo te seguiría escuchando, pero ya son las cuatro y de un momento a otro me llega otra clienta. Vos seguí con la…

—¡Verdad, cómo se pasó la hora! ¡Si parece que empezamos hace quince minutos! —dijo Benigno, algo desanimado.

—Es la percepción psicológica, nene, ¡engañosa como las mujeres!

—Ya. Aquí tiene, doscientos, ¿no?

—Sí, para vos son doscientos, precio especial. Y ojo con levantar la perdiz —le advirtió el mentalista, serio, como si aquello fuera verdad.

—Bueno, muchas gracias ¿Cuándo vengo?, ¿la semana que viene?

—No, todavía no estás para hacerte el autónomo. Te espero pasado mañana.

—Está bien, usted manda. Lo veo el jueves entonces.

—Sí, pero ojito, seguí con la rutina. Hacé los ejercicios de visualización y después una media horita de relajación, la de Jacobson, la de Schultz todavía no. Y no te olvidés, primero equilibrate los chakras. Por cierto, esperá que te voy a dar unas piedritas para reforzar la energía. Son del valle de Calamuchita, ¡tienen una potencia! Acá tenés, empezá por esta y terminá con esta otra. Cuidado con hacerlo al revés, que si no...

—Lo que pasa es que ahora no tengo…

—No te preocupés, me las pagás el jueves. Me das lo que quieras, la voluntad, como dicen acá.

—Ok, el jueves sin falta.



Benigno salió de aquel antro como una moto. No sabía qué hacer primero, si llamar a su amiga Violeta y agradecerle el maravilloso contacto que, a su parecer, le había proporcionado, o irse volando a visitar a Lurdita y lavar un poco las culpas por tanta sed de venganza que llevaba acumulada. Después de vacilar un rato, decidió ir a ver a Lurdita.

Antes de tomar el Metro, se metió en un 24 Horas y le compró un Donut de azúcar. Nada de chocolate, ni negro ni blanco, se dijo. A Lurdita le encantaban así, simples, como era ella. Cuando llegó a la clínica, la encontró sentada en el patio. Estaba sola, vestida con un chandal de color gris plomo y un moño celeste en la cabeza mirando hacia las ramas de un árbol, con los ojos bien abiertos y sin parpadear. Apenas vieron a Benigno, las enfermeras lo hicieron pasar. Ellas sabían la historia. Lurdita se las había contado cuando todavía estaba lúcida.

—Hola. ¿Cómo estás, palomita? —le dijo él.

—Es ese, el que está ahí arriba, ¿lo ves?..., el negro. —le respondió ella.

Benigno alzó la mirada pero no vió nada.

—Esta noche es la noche —continuó Lurdita—. Pero, shhhhhh…, no sueltes la lengua, que si se enteran estas me van a atar.

—¿Y de qué no se tienen que enterar?, si se puede saber.

—Prométeme que no se lo vas a decir.

—Prometido.

—Ven aquí, que tienen puestos los transmisores las muy zorras. Aquí, aquí detrás, que así no coge la señal.

Una vez detrás del arbusto, bajo la atenta mirada de las enfermeras, Lurdita le confesó su secreto:

—Pues eso, que esta noche es la noche…, ¿me entiendes?, “la noche”.

—Pues no, palomita, no te entiendo —le dijo Benigno, y, al ver de golpe su reflejo en el cristal de la ventana que daba al patio, se ufanó del nuevo look de su cabellera.

—Ay, siempre hay que explicarte todo —continuó diciendo Lurdita—. Lo que quiero decir es que esta noche él me fertilizará. Si todo sale como tiene que salir, en tres semanas ya empezaré a poner los huevos y…

—¿Qué dices, Lurdita?, ¿qué huevos?, ¿quién te va a fertilizar?

—¡Él!, ¡El Mirlo! Me lo pidió el segundo día que entré. Ellas se creen que me metieron aquí por el juez. Tontitas, no se dan cuenta que El Mirlo y yo venimos tramando todo esto desde hace meses, y que cuando ponga los huevos y nazcan los pichones ellas van a ser las primeras en irse a la calle. Ellas y el otro zanguango de blanco.

—Ya, ya entiendo —respondió Benigno, otra vez sudando, pero esta vez de incomodidad.

Afortunadamente para él, en ese momento, una de las enfermeras interrumpió la conversación y dijo que ya era hora de merendar, pero que si quería se podía quedar. Él aprovechó para excusarse y dijo que no podía. Así que se despidió de Lurdita con un apurado beso en la mejilla y se fue. Al salir, revolvió en el bolsillo para toquetear las piedras que le había dado el santero y, para su sorpresa, se dio cuenta de que no le había dado el Donut.



Llegó a su casa cubierto en sudor, otra vez. Ni bien entrar, se metió en el baño, se enjuagó la cara y luego empezó a practicar sin más los ejercicios de visualización frente al espejo. Sabía que antes tenía que equilibrarse los chakras, como le había dicho su querido iluminado, pero no quería perder tiempo, así que se ahorró ese paso. Y no solo eso, sino que, en contra de la advertencia del aprendiz de buda con forma de fraude, en vez de seguir “con lo del cuello” o, a lo sumo, “con lo de la boca”, se fue directo a “lo otro”. A medida que avanzaba en el ejercicio, entre imagen e imagen y palabra para un lado palabra para el otro, y cuando creía que ya tenía a tiro la chanza perfecta para encasquetársela a Rogelia y hacerle subir los colores, se le cruzaba Lurdita, con el moño celeste en la cabeza, sentadita en aquel banco de madera despintada y mirando la rama del árbol.

—Venga, un intento más —se decía.

Pero cuando no era Lurdita era El Mirlo, que no lo había visto, claro, pero si hablamos de visualización, para muestra un botón.

Finalmente, agotado después de una hora de traqueteo mental sin resultados aparentes, Benigno desistió. Para calmar su ansiedad, el antídoto hubiese sido la media horita de relajación, la de Jacobson, por cierto, no la Schultz. Pero no, otra vez hizo caso omiso de las sugerencias del brujo y prefirió ahogar sus supuestas frustraciones comiéndose el Donut. Y digo “supuestas” porque lo que Benigno no sabía era que, en el preciso momento en que le hincaba el diente al anillo de azúcar, Rogelia acababa de meterse en un brete que vaya uno a saber cómo iba a salir de él. Y es que lanzar semejante confesión a bocajarro: “¡Soy puta!, ¡soy puta!”, empezó a gritar, así como así, sin venir a cuento de nada, delante de las marujonas del barrio y en medio de una partida de lotería en el Bingo, eso sí que tiene tela.

 
Continuará…


Fernando Adrian Mitolo ©

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